La grandeza del perdón
4. julio 2014 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: Reflexiones¿Cuántas veces ha salido de nuestros labios —cantada con verdadero sentimiento— la petición de Francisco de Asís: Donde haya ofensa ponga yo perdón?… Al rezarla o cantarla convencidos, hacemos honor al Evangelio, porque nos mostramos verdaderos discípulos de Jesucristo, que nos impone un mandamiento tan grave y que tanto puede costar, como es el perdón del enemigo.
Sabemos quién era Gerardo Mayela, un Santo encantador, Hermano lego redentorista que obraba prodigios en las almas. Pero una vez se las vio muy duras con un matrimonio tenaz, que, al ver asesinado al hijo, se obstinó en la venganza en vez del perdón.
Gerardo visita a los esposos, trata de convencerlos y reducirlos a la generosidad y al amor cristiano. No consigue nada. Era imposible hacer las paces con la familia del asesino. Cuando el marido estaba ya casi resuelto, se metía de nuevo la mujer a avivar el fuego del odio:
– Mira los vestidos de tu hijo manchados todavía de sangre. ¡Cobarde! ¿Por qué no vengas a tu hijo muerto?…
Nueva visita de Gerardo, y nuevo rechazo de los padres de la víctima. Resultando inútiles todas las razones, Gerardo toma una resolución enérgica. Agarra un Crucifijo de regulares proporciones que escondía consigo, lo coloca en el suelo, e invita a aquellos cristianos rebeldes: -Vengan aquí, y pisoteen este Crucifijo. ¡Hagan el favor de pisar a Jesucristo!
Por tres veces repite la tremenda invitación. Silencio total de los dos, que se miran aterrados. Sigue Gerardo: -¿Cómo? ¿No vienen? Pues, entonces, una de dos: o perdonan o pisotean al Señor, a ése que mandó perdonar, y que murió perdonando. Decídanse en favor de Cristo o en contra de Cristo.
La escena resultaba muy violenta. ¿Cómo el bonísimo de Gerardo era capaz de forzar una situación así?… Pero no cedió. Y vino la Gracia de Dios a reblandecer los corazones endurecidos. Al fin, los dos esposos cedían:
– Sí; perdonamos.
¿Qué decir de la venganza y el perdón, en un mundo como el nuestro?… La venganza será un sentimiento muy natural en quien ha recibido una ofensa; pero es un sentimiento engendrador de nuevos crímenes, que se suceden en cadena: un crimen llama a otro crimen, y el mal se alarga indefinidamente.
Jesucristo, buen conocedor del corazón humano, puso al odio y a la venganza un remedio radical al imponer la ley del amor, que abraza al enemigo y la exigencia de otorgarle el perdón: -Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, rogad por los que os maltratan … Perdonad, y seréis perdonados, porque seréis medidos con la misma medida que vosotros uséis (Lucas 6,27-38)
¿Había bastante con el mandamiento? Jesucristo pensó que no bastaba, y alzado en la cruz lanzó su grito al cielo, en respuesta a los que le habían clavado en el madero: -¡Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen!… En la historia de la humanidad no se ha dado un momento de grandeza moral como éste y la lección iba a ser inolvidable.
A partir de entonces, la cuestión ya no existe. Con este su proceder, Jesucristo acabó con todas las ambigüedades y todas las distinciones sutiles que nosotros quisiéramos poner a sus palabras tan exigentes.
La Iglesia, bien aprendida la lección del Maestro, ha sido y sigue siendo también la maestra del perdón. No leemos la vida de un solo santo sin encontrarnos con la incomprensión, la injuria, la calumnia, la ofensa, la persecución, el tormento… Y la respuesta de todos los santos y santas, y de cristianos innumerables, ha sido siempre e indefectiblemente la misma: -¡Yo le perdono!… Entre los millones de los mártires, sobre todo, no hay uno que no haya muerto perdonando a quienes le atormentaban y le quitaban la vida…
El redactor jefe de un periódico romano echaba cada día toda su bilis contra el Papa Pío IX. La masonería y todos los revolucionarios le aplaudían a placer: -¡Bien por sus artículos contra el Papa! Y venía la buena paga para que siguiera con sus páginas envenenadas.
Estaba un día redactando un escrito más furibundo que nunca contra el Papa, cuando le vino un ataque de apoplejía que daba con él en el hospital. Ni las sociedades secretas ni los revolucionarios se ocuparon del enfermo ni atendieron a la familia…: -Ahí te quedas; a nosotros no nos toca.
Sólo el Beato Papa Pío IX aprovechó la ocasión para decir:
– ¡Aquí me viene la ocasión de hacer el bien a un enemigo!…
Otorgar el perdón, matando todo sentimiento de venganza, aparte de ser un mandamiento de Jesucristo, es dar prueba de tener un espíritu grande. Se remonta sobre todas las miserias de los demás para subirse a las alturas de Dios. No hay nada que asemeje tanto a Dios como el perdón al enemigo. A ese enemigo al cual puede decir, sin orgullo, pero con reconocida sinceridad:
– Soy más grande que tú. Cuanto mayor es tu odio, tu ofensa y tu crimen, mayor será la generosidad con que yo te perdone.
A un rey de Francia le proponen sus cortesanos: -¡Véngate del duque que así te ha ofendido! Y el rey, con gran dignidad: -¿Yo, rey, vengarme de un duque? Soy mucho más grande… (Luis XII y el duque de Orleáns)
Sólo el pequeño no sabe perdonar, y se queda enfrascado en la miseria de su corazón raquítico. Mientras que el grande, tanto se muestra y se hace más grande cuanto mayor es la injuria que ha de perdonar.
Jesucristo lleva con su mandamiento la grandeza del corazón humano a su mayor altura cuando le dice:
– No te contentes con perdonar. ¡Ama al que te causa los males mayores! ¡Ámalo! Así serás como tu Padre que está en el cielo…
Eso de ser como Dios no es una cosa cualquiera… ¿A que nadie inventa una grandeza mayor?…