El Dios que paga bien
1. agosto 2014 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: ReflexionesHabían acabado las Olimpíadas, y pronto en los periódicos y revistas se iban acumulando anécdotas y más anécdotas que mantenían vivo el fuego de la pasión deportiva. Una revista francesa publicaba una noticia que, desdichadamente, no tuvo resonancia especial. Los valores del espíritu no eran los que más interesaban a la gente ligera, aunque los ángeles del cielo colocaran aquel hecho en el primer puesto para el reparto final de las medallas. ¿De qué se trataba?…
Una joven inglesa de 22 años, campeona mundial en patinaje por dos veces, y medalla de oro en las Olimpíadas, declaraba a los periodistas, que la perseguían por todas partes: -Sepan que aquí he encontrado la vida verdadera. He encontrado la felicidad.
¿Y sabemos cuál era este “aquí”?… Un centro para niños abandonados en Suiza, en el que se había alistado voluntaria. Trabajo duro y continuo, con muy poco descanso. Paga, muy pobre. Y confesaba satisfecha la joven estupenda:
– No, no me he metido aquí por ningún fracaso. Antes de venirme, se me propuso un contrato para hacer una jira por el mundo, con un sueldo de casi dos millones de francos por semana. Sé que me esperaban gloria, aplausos, cariño… Aquí soy yo quien da cariño y todo lo que tengo a estos niños abandonados. Me siento feliz (Jeannette Altwegg, Olimpíadas 1952)
Esta muchacha era una campeona de verdad. El oro de la medalla que Dios le reserva debía sobrepasar con mucho los dieciocho quilates…
Entrega como ésta no se hace sin atesorar mucha fe en el alma y sin la perspectiva de una recompensa muy grande, que nos está reservada para el más allá.
Un caso así nos lleva a nosotros ahora a pensar en el Dios remunerador, en el Dios que sabe pagar bien, en ese Dios del que nos decía Jesucristo que cuenta un simple vaso de agua fresca que damos por Él al sediento y por el cual le podemos pasar factura… ¡Así de bueno es nuestro Dios!
Eso de que Dios sea remunerador, pagador, que recompensará a cada uno según su fe y sus obras, es un punto clave y central en la revelación de Dios. Las citas de la Biblia que podríamos traer para demostrarlo son abundantes.
A una de ellas se le ha dado importancia muy grande, cuando nos dice: -El que se llega a Dios debe creer que Dios existe y que es remunerador de los que le buscan (Hebreos 11,6).
Discurriendo sobre estas palabras, los teólogos llegan a asegurarnos que no se puede salvar quien esto ignora: que Dios nos juzgará y Dios nos pagará según lo que hayamos hecho.
En el apóstol San Pablo esta idea resulta fundamental, como cuando nos dice:
– Dios ha de pagar a cada uno según sus obras: dará la vida eterna a los que, perseverando en las buenas obras, aspiran a la gloria; y derramará su cólera y su indignación sobre los que abrazan la maldad (Romanos 2, 6-8)
Sigue Pablo una vez más: -Cada uno recibirá su propio salario, conforme a la medida de su trabajo (1Corintios 3,8). Y Pablo mismo se pone como ejemplo, consciente de que ha trabajado bien: -Nada me resta ya sino aguardar la merecida corona que me está reservada, y que me dará el justo juez; y no sólo a mí, sino también a los que llenos de fe esperan su vuelta gloriosa (2Timoteo 4,8)
Y el Apocalipsis, el gran libro de la esperanza, nos lanza una proclama llena de ilusión: -¡Dichosos los que mueren en el Señor! Como atestigua el Espíritu, descansan ya de sus trabajos, porque sus obras los acompañan (Apocalipsis 14,13)
¿Podemos tachar de egoísmo el esperar con ansia la paga de Dios por lo que hayamos hecho en la vida? No; de ninguna manera. O si queremos, digamos que es un egoísmo del todo sobrenatural. Porque es el ejercicio de la esperanza cristiana, infundida por Dios en nuestras almas junto con la gracia bautismal.
A esta reflexión nos ha llevado una muchacha inglesa con su actitud llena de fe, y otra muchacha, inglesa también, nos va a explicar, con lo que hizo un día, el “tanto cuanto” de la paga que nos reservaa.
Era una princesa de aquellos tiempos en que aún no existía la fotografía y, por lo mismo, no se podía reconocer tan fácilmente a un miembro de la familia real por mucho que se hablara de ellos en toda Inglaterra. Pues bien, la joven princesa se vistió un día de pordiosera y se lanzó a las calles de la gran ciudad a pedir limosna. Se le recibió en las casas de mil maneras.
En una: -¿Limosna a ti, tan joven? ¡A trabajar, haragana?…
En otra: -¡Pobrecita, qué cara que hace! Tome… Y le alargaba unos desperdicios….
Entra en una casita pobre, y una mujer humilde, compadecida, comparte con la mendiga lo único que tenía: – Tenga, linda, esta torta que acabo de hacer, y aliméntese bien, que una joven como usted lo necesita….
La princesa había tomado bien las direcciones, y al día siguiente invitaba a sus donantes a palacio para el banquete que les había preparado. Todos ya en sus puestos, entra en la sala la princesa de ayer, pero vestida hoy de las mejores galas. Sorpresa y pasmo general. Y ordena:
– Descubran sus platos, descúbranlos…
Y en cada plato había lo que cada uno había dado el día anterior a la princesa: unos centavitos…, fruta de desperdicios…, un papel escrito con las injurias que le habían lanzado…, y lo que llenó a todos de asombro y de envidia, un puñado de monedas de oro en el de la viejecita de la torta…
Todo aquello era el “tanto cuanto” en su mayor exactitud.
Entre estas dos inglesas jóvenes, la campeona y la princesa, a lo mejor nos han dado una lección que enseña mucho, que se aprende fácil, y que cuesta olvidar…