Un programa señero

5. septiembre 2014 | Por | Categoria: Reflexiones

Un Movimiento muy importante de renovación cristiana y de apostolado seglar celebraba su primera convención o Congreso del Tercer Milenio, y el periódico más importante de Italia resaltaba la importancia del acontecimiento dando a conocer los tres eslogans o frases que encerraban sus ideales, los fines que se proponían, los métodos por seguir.
El Papa Juan Pablo II, les enviaba este mensaje: -“Dios no está separado del mundo”.
El fundador del Movimiento, presentaba el diálogo entre Moisés y Dios. Moisés pedía, casi exigía a Dios: -¡No nos moveremos de aquí, si Tú no vienes con nosotros! Y respondía Dios: -¡Iré con vosotros!
Finalmente, el Congreso tomaba como tema las palabras de una conocida canción: -Toda la vida reclama una eternidad (Comunión y Liberación, Rímini, Sept. 2001)
 
No hace falta pertenecer a ese Movimiento Católico para apropiarse estos tres eslogans como programa de vida y de acción:
– El mundo nos reclama. ¡Adelante, y a trabajar por su salvación!
– ¡Dios no nos deja solos! Con Él tenemos la victoria en la mano.
– Y a la vista, ¡una eternidad dichosa y sin fin!…
En un grupo de cuatro o cinco jóvenes universitarios, uno de ellos se encara con otro compañero: -A ver cuándo te dejas de esas beaterías de la Iglesia y de tus apostolados que te están fastidiando.
El interpelado, que era el primero en la clase de la Facultad, replica:
– Oye, ¿por qué no cambiamos de conversación? ¿Quién de los cuatro quiere hundirse conmigo en el fondo del mar? Necesito un buzo que me acompañe.
– ¿Qué quieres decir con esto?
– Nada, que voy a bajar a ver si encuentro aquella ciudad hundida de que nos habló el profesor de Historia. Está muy abajo, pero recuerden lo que se nos dijo: el día en que un buzo llegue a penetrar en la catedral de esa ciudad y toque la campana mayor, a su sonido se unirá el repicar de todas las demás campanas, se reanimarán los muertos, subirán todos a flote, y la ciudad volverá a la vida bulliciosa, a la alegría, a lo que era antes.
Aquí se echaron todos a reír:
 – Pero, ¿estás loco? Si esa ciudad no ha existido nunca. El profesor hablaba en pura broma…
 El muchaco se pone grave, y replica todos:
– Pues, miren, yo hablo bien en serio. Esa ciudad es el mundo moderno. Las aguas de la incredulidad, de la indiferencia, de la injusticia, de la inmoralidad lo han hundido hasta el fondo. Pero no espera sino valientes que lo quieran salvar, que quieran hacer algo por él. Es lo que hago yo en la Iglesia. Y es lo que necesito yo: alguien a mi lado que me ayude, para trabajar juntos por la salvación del mundo que Jesucristo nos confía.

Le damos la razón al muchacho. El católico ha de ser todo pies y manos a disposición de Jesucristo para ayudarlo en la tarea ingente de un mundo al que hay que salvar. Y trabajará con un apostolado activo según su situación y sus disposiciones. ¿Dónde y cómo?…
Un profesor, en la cátedra. Una enfermera, en el hospital.  
La secretaria, en la oficina.
El deportista, en el club o en el equipo.
El locutor o la locutora, en las antenas de la radio.
El enfermo, con su oración y sacrificio en el ara de la cruz que Dios le ofrece.
Todos, en una asociación o movimiento que funciona en la parroquia o en el colegio que frecuentan los hijos. El caso será trabajar con tesón por el Reinado de Jesucristo en los cuadros vivos de la Iglesia.

Cuando se le dice a Dios con atrevimiento filial y de amigo: -Sí, trabajaré por ti y haré por tu causa todo lo que pueda, pero Tú ven conmigo, hay que estar seguros de que sí, de que Dios va a estar siempre a nuestro lado. Por lo mismo, el trabajo se realiza con la esperanza segura en el éxito, porque va a ser todo obra de Dios.

El trabajo por la santidad personal y por la salvación de los demás no es un trabajo cualquiera. No es un trabajo simplemente humano, sino una labor sobrenatural, y aquí sí que entra de lleno aquello del salmo: Si el Señor no construye la casa…, si el Señor no guarda la ciudad…, qué inútiles resultan el sudar de los constructores y el ojo avizor de los guardias…

Y viene al final el preguntarse:
– Bien, y todo esto ¿a qué conduce? ¿Vale la pena trabajar y sacrificarse? ¿Hago realmente alguna cosa de provecho cuando me mato por los demás, o me empeño en ser una obra maestra de cristiano perfecto?…
Las preguntas no están fuera de tono. El trabajo y el esfuerzo exigen el ideal de una meta que valga de verdad la pena y que sea inconmovible, meta cifrada en la palabra “eternidad”. Lo que acaba con la vida, por muchos valores que tenga, es siempre relativo y provisional. Contra de la moda de hoy, aquel magno Congreso tuvo el coraje de proclamar: ¡La eternidad nos reclama!…

El cristiano de hoy siente estas tres urgencias:
– Ayudar a los demás que le necesitan, lo mismo para salir de su pobreza angustiosa que en la búsqueda del camino que les lleve a Dios.
– Después, unirse a ese Dios sin el cual no se hace nada de provecho. ¡Cuánta oración que se necesita!…
– Finalmente, y contra toda la corriente moderna, pensar un poco más en la vida del más allá, en esa eternidad que va a ser el patrimonio que Dios nos guarda.

¿Utopías? ¿Sueños?… No; todo esto es la realidad que nos rodea y lo que se nos pide para ser personas de provecho. Si los dirigentes de la Iglesia nos lo dicen, ¡por algo lo deben decir!… 

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