Recuerdo de un verso alemán

21. noviembre 2014 | Por | Categoria: Reflexiones

¿Quién no quiere ser feliz hasta el último día de la vida? Todos lo queremos, naturalmente. Y todos lo podemos ser. Basta dar a la vida el valor que tiene: recorrerla con Dios, acabarla con Dios, y sepultarse definitivamente en Dios… Ésta es la última dicha que se consigue precisamente en el día postrero.

Y a propósito de esto, me viene a la mente un hecho de la historia.
El que fue rey de los franceses y emperador, Napoleón III, estaba un día repasando un álbum de personajes ilustres que en él le habían dejado su firma y su recuerdo, cuando se le presenta una princesa austriaca, amiga de su esposa la emperatriz Eugenia. Napoleón exclama espontáneo:
– Princesa, ¡qué oportuna que llega! Mire, en este álbum precioso, de tanto valor para mí, queda la última página en blanco. Usted es quien la va a ocupar. ¿Me regala su firma con algún recuerdo? Aquí tiene tinta y pluma. Pero, por favor, no se lo piense mucho, ponga lo primero que se le ocurra…
La princesa copia un verso del mayor poeta alemán. -Téngalo, Majestad.
Napoleón lo lee con avidez: -¡Oh, en alemán y todo!…
El verso decía: -El hombre, cualquiera que sea, llega a tener una última dicha y un día postrero…

Ni que hubiera sido una profecía. Estaba por estallar la guerra franco prusiana, Alemania derrotaba a Francia, y Napoleón seguía repitiéndose:
– Última dicha… Día postrero… (Ghoete. Princesa de Metternich)
Este verso era un recuerdo doloroso para aquel rey, pero nosotros lo tomamos en sentido muy diverso. Es un recuerdo que nos trae el anhelo insaciable de Dios, la dicha del día en que lo podremos alcanzar definitivamente, día que es el postrero de la tierra y el primero del Cielo…

¿Qué significa tener nostalgia de Dios?
– Es sentir el ímpetu que tenemos metido dentro de nosotros —y que nos lo ha metido el mismo Dios— de lanzarnos hacia Dios hasta que logremos conseguirlo para hacerlo nuestro del todo y definitivamente.
– Es el peso que tiene nuestro corazón, como si fuese una bola de acero que cae con fuerza hacia la tierra, su centro de gravedad, y con el cual tendemos hacia Dios de manara irresistible como a nuestro último fin.
– Es el anhelo del emigrante, que se alejó de la patria y vive en país extraño, siempre con el recuerdo vivo de la tierra que dejó. Un misionero carmelita que marchó a la India y estaba dejando en ella por Cristo jirones de su vida, a pesar de su generosidad no tenía empacho en confesar, cuando se veía lejos de la patria, de su madre, de todo lo que dejó al marchar:
– ¡Hay que estar tan lejos, para saber lo que es la patria y amarla!…
Pues esto, esto y no otra cosa, es el anhelo y el ansia del Dios que nos atrae.

Tenemos ansia de Dios. Ansia de ver aquella Hermosura infinita que nos tendrá en un éxtasis inacabable. Ansia de amar y ser amados por el que es fuerza y ternura infinitas. Ansia de gozar una dicha que llenará y sobrepasará todos los anhelos del corazón.
Podrán pensar algunos que esto no pasa de ser un romanticismo espiritual hermoso, pero un poco exagerado todo. No lo creamos. Esto es una realidad experimentada por muchas personas, de manera inconsciente muchas veces, pero otras veces de manera también intensa. Quieran que no, se repiten los versos tan conocidos de Teresa: -¡Y tan alta vida espero – que muero porque no muero!…

Por aquellos mismos tiempos en que Santa Teresa escribía estos versos y por su misma tierra, una entusiasta señorita tuvo el presentimiento de que la enfermedad se le iba a alargar por un año al menos, y exclamaba con angustia:
– ¿Un año? ¿Todavía un año, con lo largo que es?… ¿Todavía me falta un año para ver a Dios?… (Sancha Carrillo)

No podemos negar que este anhelo que Dios ha metido en nuestro corazón lo tenemos muchas veces amortiguado. Y es natural, porque la vida tiene sus atractivos, sus satisfacciones, sus alegrías, todo ello regalo también de Dios. Pero siempre estará metida secretamente en el alma la ilusión de llegar un día a Dios, el cual acabará con todas las nuestras preocupaciones y multiplicará hasta lo indecible todas nuestras ilusiones y alegrías.
Esta fuerza tiene nuestra fe. Lo que nos pasa es que, a fuerza de saber quién es Dios y lo que son sus promesas, nos hemos hecho a todo ello y no valoramos lo que poseemos y llevamos dentro.

Un pensador y escritor decía:
– Tengo para mí que Dios ha querido mantener la dicha de este anhelo en nuestras almas con la contemplación del cielo estrellado. Cuando en la noche, cansados de la labor del día, miramos esa maravilla, se siente en el fondo de nuestro ser una voz misteriosa que nos dice: ¡Aquí, aquí! ¡Hacia arriba, hacia arriba!…
    
Al escuchar estas palabras, me viene a la mente aquel caso tan contado de la Revolución Francesa. Llegan los soldados llenando de terror toda la región para destruir todos esos monumentos de la superstición, como llamaban a las iglesias de los pueblos y las cruces esparcidas por los campos. Un campesino bretón se enfrenta con ellos, y les salta estas palabras que se han hecho famosas:
– Sólo dejaremos de rezar cuando bajen las estrellas de allá arriba.  

Es lo que decimos nosotros. Mientras tengamos esos signos de Dios por fuera, y mientras llevemos también dentro esa fuerza misteriosa que nos atrae, siempre correremos hacia Dios, repitiendo lo del verso del poeta alemán: Última dicha… Día postrero…

¡Hay que ver lo feliz que es la vida cuando se piensa en Dios! Sin quitarnos nada de lo que nos ha dado, Dios nos va diciendo: -Os guardo cosas mejores, mucho mejores…

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