Jesús ante la fe y la humildad
20. abril 2018 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: Narraciones Bíblicas¿Queremos saber lo que es la fe, la humildad, el amor a los demás, la confianza en el Señor? Jamás a los judíos del tiempo de Jesús se les hubiera ocurrido ir a aprenderlo en unos paganos, y más aun si eran militares romanos, dominadores de Palestina, y odiados extranjeros. Sin embargo, así fue en los tiempos de Jesús.
El primer caso nos lo cuenta Juan. Un funcionario del rey cree que Jesús puede hacer algo por su niño moribundo, y emprende todo un día de camino, para suplicar humilde a Jesús:
– ¡Señor, ven pronto, antes de que mi niño se muera!
– No, yo no voy. Vete tranquilo, que tu niño está vivo.
El funcionario cree en la palabra de Jesús:
– Sí; él me lo asegura. Esto es verdad.
Y con esta fe en el poder de Jesús, se marcha tranquilo. Otro día de caminar, y al acercarse a su casa en el caballo que monta, le salen corriendo sus criados:
– ¡Tu niño está vivo, está curado del todo!
– ¿De veras? ¿Y a qué hora le comenzó la mejoría?
– Ayer a la una de la tarde se le fue del todo la fiebre y se encuentra perfectamente bien.
– ¡Justo! ¡La misma hora en que me habló Jesús!…
El otro caso es más notable todavía.
El centurión, o capitán romano, es bueno de verdad. Tiene un criado enfermo, un esclavo del que otro dueño no haría ningún caso. Pero este militar de la potencia extranjera y dominadora tiene un corazón de oro. Y acude a Jesús:
– Señor, mi criado está enfermo, paralizado, y sufre terriblemente.
Ni le pide que vaya a su casa. Le expone simplemente la necesidad. Y Jesús, con naturalidad:
– No te preocupes. Voy a tu casa y lo curaré.
La gente se pone a su favor
– Sí, Señor; este centurión es muy buena persona, y hasta nos ha ayudado mucho en la construcción de la sinagoga. ¡Hazle este favor que te pide!
Pero el pagano aquel se aterra al ver que Jesús quiere ir a su casa, y responde humilde con unas palabras que se van a hacer inmortales:
– ¡Señor, no, no te tomes semejante molestia! Porque yo no soy digno de que entres en mi casa, pero di una sola palabra y mi criado quedará curado.
Jesús mismo no cree lo que está oyendo, mientras el militar extranjero razona su petición:
– No te molestes en venir. Mira, aunque yo soy un subalterno, tengo soldados a mi disposición, y le digo a uno: Ve a hacer esto, y va. Y al otro: Ven, y viene. Y a mi esclavo: haz esto, y lo hace.
Jesús no le contesta al centurión, sino que se dirige asombrado a la gente:
– Pero, ¿están todos oyendo? ¡En todo Israel no he encontrado una fe tan grande! Os aseguro que vendrán muchos de oriente y de occidente, esos paganos que despreciáis, y se sentarán en el banquete del Reino con Abraham, Isaac y Jacob, mientras que tantos israelitas se quedarán fuera, en las tinieblas y en el castigo, donde no habrá más que llanto y rechinar de dientes…
El centurión espera ansioso la respuesta de Jesús, que vuelto hacia él le suelta con todo el corazón:
– ¡Vete, vete!… Que se haga todo conforme a esa tu enorme fe.
Ha llagado para todos la hora de la salvación, traída por Jesucristo.
Los judíos, con los que Jesús se encuentra, se muestran reticentes, incrédulos, quieren ver milagros, piden pruebas, y, cuando las tienen a mano, hasta las atribuyen a veces a Satanás. Piensan muchos de ellos:
– ¿La salvación? Es nuestra porque somos hijos de Abraham, ciudadanos del pueblo escogido, observantes de la Ley de Moisés…
Mientras que Jesús grita:
* ¡Fe, fe en mí! Como la de estos paganos….
¡Humildad! Porque el soberbio resiste a Dios, y el humilde me acoge siempre en su casa…
¡Amor! Mucho amor a todos, aunque sean unos pobres esclavos, porque todos sois hermanos e hijos de Dios…
¡Confianza! No tengáis miedo de mí, que soy el Salvador. Abridme las puertas para que yo entre y me reciban todos sin miedo alguno…
¿Podía el centurión imaginarse que aquellas sus palabras —no soy digno de que entres en mi casa— nos las íbamos a apropiar nosotros para repetírselas al Señor millones de veces, demostrando esa fe, confianza y humildad cuando lo recibimos al venir a nosotros en la Comunión?…
Y Jesús, que nos las oye cada día, las acepta complacido, porque le traen un recuerdo tan grato de aquellos días del Evangelio. Viene entonces con gusto grande a la casa de nuestro corazón para traernos la salvación consigo.
Una vez más, la gran lección del Evangelio. Jesús se da sólo al que lo busca y le abre las puertas de par en par, porque le va repitiendo: No soy digno de ti, Señor; pero te necesito. ¡Ven, ven a mí!…