Un gozo inexplicable

13. abril 2018 | Por | Categoria: Narraciones Bíblicas

Hay en el capítulo quinto de los Hechos de los Apóstoles una escena simpática y aleccionadora. Simpática, porque da gusto contemplar a los apóstoles de Jesús en situaciones como aquélla. Y aleccionadora, porque nos ha enseñado para siempre en la Iglesia a mirar las contradicciones como una bendición de Dios, por la alegría que nos causa el poder dar testimonio de Jesucristo cuando el mundo nos persigue o no está conforme con nosotros.

Mientras los apóstoles se sienten felices, los dirigentes del pueblo están que no pueden consigo mismos de tanta rabia como llevan dentro.
El sumo sacerdote y los asambleístas, recomidos de la envidia y del odio, hacen apresar a los apóstoles, los encierran bien durante la noche, y a la mañana siguiente encargan a los guardias ir a buscar a los detenidos para juzgarlos y acabar con ellos.

Los policías del templo, efectivamente, cumplen con el encargo, abren las puertas de la cárcel, y la encuentran totalmente vacía. ¿Qué ha pasado?…
A mitad de la noche, un ángel bajado del Cielo les ha soltado los grillos, los levanta, y les dice:
– Salid fuera, y no dejéis de predicar estas palabras de vida del Señor Jesús.
Echa el ángel las barras de nuevo, sin que los guardias se den cuenta de nada, y, apenas amanece, ya están los Doce en las explanadas del Templo enseñando con entusiasmo a la gente. El capitán de la guardia del Templo manda aviso a los de la Asamblea:
– Aquellos hombres, los que ayer metisteis en la cárcel, siguen enseñando tranquilos al pueblo.

Sin saber qué hacerse, mandan los jefes traerlos sin violencia, porque temen al pueblo. Ya ante sí, les recriminan, disimulando su propio miedo:
– Os habíamos prohibido expresamente predicar en nombre de “ése”, cuya sangre queréis hacer caer sobre nosotros. Toda Jerusalén está revuelta por culpa vuestra…
Pedro, con una gran tranquilidad y muy sereno, les contesta:
– Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. Dios resucitó a Jesús, al que vosotros colgasteis en la cruz. Nosotros somos testigos de todo, y lo es el Espíritu Santo, que Dios da a los que le obedecen. ¡No nos callaremos!

Furiosos, los quieren matar allí mismo, pero interviene Gamaliel, un rabino famoso y respetadísimo, que les hace pensar:
– ¡Cuidado con lo que vais a hacer! Yo os aconsejo que los dejéis en paz. Si lo que predican y hacen es cosa de los hombres, se dispersará y acabará por sí mismo. Pero, si viene de Dios, no podréis vencerlo, y os exponéis a luchar contra Dios. Pensadlo bien.

Gamaliel habla con una sensatez que se ha hecho proverbial, y a cuyas palabras no saben los demás qué responder.
Los asambleístas aceptan la razón, aunque no por eso se van a corregir.
Llaman de nuevo a los apóstoles, a los que han hecho salir para deliberar, y les hacen azotar con los cuarenta latigazos judíos bien dados…
Acabada la flagelación, les intiman:
– Podéis marchar libres. Pero, ¡cuidado con seguir predicando en adelante ese nombre de Jesús! Como autoridad del pueblo, os lo prohibimos terminantemente.
Y viene lo gracioso, además de admirable. A la vista de sus jueces, los apóstoles salen dando brincos de alegría, porque han podido sufrir algo por amor a Jesús.
Desde ese mismo momento, desobedeciendo a los jefes, vuelven a la explanada del Templo y se reparten por las casas, a enseñar y a evangelizar la alegría del nombre de Jesús.

Este hecho, tan simpático y singular, nos ha impartido dos lecciones que la Iglesia aprendió bien desde un principio y no las ha olvidado nunca.

La primera, es bien sabida: ¿Acabará algún día la Iglesia, por más que la persigan? Todos los profetas de la defunción de la Iglesia van desfilando por la Historia haciendo cada vez más el ridículo…
Ese obelisco imponente que se alza en la Plaza de San Pedro en Roma, con letras esculpidas hace siglos, lo proclama sin ser desmentido nunca ni por nadie:
– Huid, enemigos. Vence el León de la tribu de Judá… Cristo vence, Cristo reina, Cristo impera.
Han caído los imperios, han caído reyes, han caído dictadores omnipotentes… Sólo Pedro, el cabeza de estos Doce acusados, sigue todavía en pie… Y la Iglesia no se presenta como luchadora con aires de triunfo, sino como servidora humilde del mundo. Pero es que Jesucristo, triunfador de Satanás en la cruz y de la muerte en el sepulcro vacío, infunde a su Iglesia valor, paciencia, constancia…, y la Iglesia se siente segura en quien es su Fundador invencible.

La segunda lección es divina. ¿Cómo es posible alegrarse precisamente cuando llega la hora del dolor?… Es lo que hicieron los apóstoles: salir contentos y felicitándose porque habían podido demostrar a Jesús con la persecución, con el dolor, con el sufrimiento, lo mucho que le amaban. De aquí han nacido esas frases ininteligibles de los gigantes de la Iglesia: O padecer o morir… No morir, sino padecer. Es alegrarse de llevar la cruz con Jesús, para ser como Él y reinar después con Él.

¿Quién puede entonces con la alegría del cristiano? Si el mismo dolor, sufrido con amor por Cristo, nos hace sonreír, y teniendo segura la victoria, ¿cómo no vamos a estar siempre alegres?…

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