Fe, mucha fe en Dios…

29. junio 2018 | Por | Categoria: Narraciones Bíblicas

El profeta Eliseo es uno de los hombres más milagreros de toda la Biblia. El capítulo cuarto del segundo libro de los Reyes nos cuenta el hecho de Sunam. Solía pasar Eliseo por esta población, y una mujer rica le forzó una vez a quedarse en su casa para comer. Acepta el profeta, y en delante, siempre que vaya por allí, comerá en la casa que así le brinda su mesa. Hasta que la dueña le dice a su marido:
– Yo sé que éste es un hombre de Dios. Ya que tenemos lugar en casa, ¿por qué no le hacemos un cuartito en el piso de arriba, para que se hospede aquí cuando esté de paso?
Le pareció bien al marido, y arreglaron un cuarto donde colocaron un lecho, una mesita y una lámpara. Allí se quedaba Eliseo, el cual le preguntó un día a su criado:
– ¿Con qué puedo pagarle a ese buena mujer lo que hace por mí? ¿Le hablo al rey, o al jefe del ejército, para que los tenga en cuenta cuando lo necesiten?
El criado, con mucha sensatez, le contestó:
– Nada de eso les importa. Lo malo de esa mujer es que no tiene hijos, y su marido es ya viejo…
Entonces Eliseo llama a la dueña, y le dice en la entrada de la casa:
– El año que viene, por esta misma fecha, abrazarás a un hijito tuyo.
– ¡Por favor, mi señor, no se ría de mí! ¿Cómo va a poder ser esto?…

El caso es que al cabo de un año venía un niño al hogar. Crecía la criatura, y un día salió con su padre y los criados al campo durante la siega. El chico empieza a quejarse: -¡Mi cabeza, mi cabeza!… El padre lo manda a casa con uno de los peones. Toma la madre al hijo sobre sus rodillas, lo mantiene así hasta el mediodía, y en los brazos de la madre agonizaba y moría el muchacho… A la madre se le parte el corazón. Pero no se rinde. No dice nada, esconde el cadáver colocándolo sobre el lecho que suele ocupar el profeta, y ejecuta su plan. Le dice al marido:
– Prepárame un asno y pon a mi disposición un criado, que me voy hasta el Carmelo en busca del hombre de Dios.
No hay manera de hacerla desistir, y el marido la deja marchar. Al ver a Eliseo, le suelta dolorida:
– ¿Por qué te burlaste de mí? Yo no pedí ningún hijo. Fuiste tú quien me lo prometió. ¿Por qué se ha tenido que morir ahora?…
Eliseo manda a su criado que vaya y le imponga su cayado. Pero la mujer se muestra inflexible:
– ¡Tú! ¡Has de ser tú mismo quien venga a mi casa!
Eliseo no tiene más remedio que ir. Ya en la casa, se sube sólo al cuarto donde está el cadáver, se pone sobre él, boca sobre boca, ojos sobre ojos, manos sobre manos…, como para pasarle su propia alma al muchacho muerto. Éste empieza a respirar, abre los ojos, se alza… Y Eliseo abre la puerta del cuarto, mientras a gritos hace llegar a la madre:
– ¡Tómalo, aquí tienes a tu hijo!

Este milagro, obrado muchos siglos antes de que venga Jesús, el cual hará esto y mucho más, es ya un triunfo de la fe.
Fe de la Sunamita en el Dios de Israel, la cual empieza por creer que Eliseo es un hombre de Dios, y por eso lo hospeda en su casa. Después, al verse en el desespero por el hijo muerto, cree que el mismo Dios que le dio el hijo, se lo puede devolver ahora sano y salvo.

Este hecho es también un triunfo magnífico de la fe de Eliseo, que se arriesga a todo. Hubiera sido muy cómodo para él encogerse de hombros, y decir: ¡Aquí no hay nada que hacer!… Es la voluntad de Dios…
No; Eliseo piensa de modo muy contrario: sabré que es voluntad de Dios, cuando yo haya puesto todos los medios para remediar el mal.

La fe de estos creyentes es un reproche para cualquier desconfianza nuestra. Dios no ha cambiado. Pide y exige siempre nuestra colaboración. La fe es ciertamente un don de Dios, pero la fe exige una respuesta de parte nuestra. Y esto, en todos los órdenes, lo mismo en el plan de la salvación que para alcanzar los bienes temporales.
Lo hacemos todo entre Dios y nosotros. Dios tiene siempre la iniciativa. Dios es el primero en comenzar la obra.
Después, cuando hayamos puesto nosotros todos los medios, nos pedirá que nos confiemos a su Providencia amorosa. Si siempre nos ama, siempre nos dará lo mejor. Y, si ese “lo mejor”, es algo que no nos gusta o nos parece un disparate, Dios nos dará algo mucho mejor todavía: la resignación a su divina voluntad, que será nuestra salvación.

La fe es la gran riqueza de la Iglesia. Si nosotros nos sintiéramos capaces de hacer muchas cosas por nosotros mismos, seríamos en realidad muy débiles, porque somos muy limitados y nuestras fuerzas son muy escasas. Pero si nuestro apoyo es únicamente Jesucristo, que nos da todo el poder de Dios, entonces nuestra fuerza es ilimitada. Con la fe lo arriesgamos todo y lo ganamos todo.

Una persona de fe no sucumbe nunca en la vida. El apóstol San Juan nos lo dijo con unas palabras lapidarias y cargadas de espíritu juvenil: Esta es la victoria que domina al mundo, nuestra fe.

¡Fe! ¡Siempre lo mismo! Fe que significa creer en el Dios que nos ama.
¡Fe! Una fe que trasplanta las montañas.
Con fe inquebrantable en Dios, ¿qué le falta a nuestra vida, si ni a la muerte le tenemos miedo?…

 

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