De Dios y de los papás
27. julio 2018 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: Narraciones BíblicasSanta Clara de Asís, la gran discípula de San Francisco, está moribunda. Pero, antes de expirar, eleva a Dios su última plegaria: ¡Gracias, Señor, por haberme creado! Y devolvía a Dios la vida que de Dios había recibido.
Esta expresión, tan bella y tan sentida de Clara, nos lleva a una página de la Biblia que se lee siempre con algo de emoción. El primer libro de Samuel comienza con la historia de Ana, que vive en el desespero. Años de casada, soñando siempre en tener hijos, y sus entrañas son una fuente reseca del todo. Encima, se le echa en cara su esterilidad como una maldición de Dios. La pobre no puede con su vergüenza. El marido, todo cariño, todo bondad, le dice con ternura:
– Ana, ¿por qué lloras? ¿Por qué no comes? ¿Por qué estás tan triste? ¿No soy yo para ti mejor que diez hijos?…
Hasta que Ana se decide a ir hasta Silo, donde está el Arca del Señor, y se postra allí en oración ferviente:
– ¡Señor, dame, dame un hijo, que yo te lo devolveré a ti!
La ve el sacerdote Helí, y le clava aún más hondo la espada en el corazón:
– ¿Estás borracha, o qué? Echa todo el vino que llevas dentro…
La pobre mujer, humillada por el sacerdote, replica llorosa:
– No, mi señor, no estoy tomada. No soy una mujer perdida. Lo que tengo es una aflicción inmensa en mi alma, y he venido a desahogarme ante Dios.
El sacerdote se conmueve ahora, y la despide con una bendición:
– Anda, y que el Señor te escuche.
Sí; el Señor la escuchó. Al cabo de dos años, Ana vuelve a Silo, ante el Arca de Dios. Allí con su esposo, ofrecen los dos un sacrificio, y dice gozosa a Helí, el sacerdote:
– ¡Yo soy aquella mujer que vine aquí, para rogar junto a ti al Señor! Me concedió la gracia que le pedí. ¡Y aquí te traigo este niño, que se lo entrego al Señor para siempre!
El ministro del altar pregunta curioso:
– ¿Y cómo se llama tu hijo?
– ¡Samuel! ¡Samuel!… El Nombre de Dios. Le hemos puesto este nombre “porque a Dios se lo he pedido”, ¡y Dios me lo ha dado!…
El niño crece bajo el cuidado de sus padres. Y, algo mayorcito ya, lo llevan al santuario del Arca y lo entregan al sacerdote Helí. Años más tarde, saldrá de allí Samuel como gran profeta para guiar a Israel, y dejará bien establecido al pueblo, después de constituir reyes a Saúl y a David.
La historia de Ana, con su esposo y su niño, es un idilio encantador. Para nosotros, está cargada de significados profundos. Ana ha captado cosas muy importantes en nuestra relación con Dios.
Ante todo, nos hace ver la parte que Dios tiene en la vida de cada hombre. La vida viene de Dios, y los hijos serán siempre un don de Dios. El que Dios reparta este don de la vida tan a manos llenas, no quiere decir que cada uno de los hombres y de las mujeres que pueblan el mundo no sea un regalo especial de Dios.
Porque Dios se pone al tanto en cada uno de los hombres que va a hacer su entrada en la vida. Si Dios no dejara escapar de su mano creadora un alma inmortal en el preciso momento de la concepción, ese hombre, esa mujer, encontrarían cerrada a cal y canto la puerta de la vida. Por eso, nuestra vida, nuestra existencia, se la debemos a Dios.
Ana sacaba la consecuencia:
– Si Samuel, si este mi hijo Samuel, es de Dios, ¡pues se lo devuelvo a Dios!
Y formó su hijo para Dios, y a Dios se lo entregó como un consagrado… Los padres aprenden así a formar sus hijos para Dios, para su eternidad, antes que para la sociedad y para este mundo.
Pero, al venir de Dios, no quitamos nada al papel de nuestros padres, que nos quisieron libremente y nos amaron aún antes de nacer. Somos también de nuestros padres, y nadie nos puede robar de sus manos.
El estado comunista reclamó los hijos para sí, y proclamaba descaradamente que los hijos son del Estado… Pero un valiente militar, que se había jugado la vida en el frente de batalla luchando por su Patria, gritaba con enojo y energía:
¿Que mis hijos son del Estado?… ¡Mis hijos son míos!
Y lo decía mientras acariciaba la pistola que llevaba en el cinto, como diciendo: ¡Que vengan a quitármelos!…
A la luz de estos principios, entendemos muy bien los dos grandes mandamientos de la Ley de Dios. ¿Cómo no vamos a amar a un Dios que nos amó primero, y nos eligió para darnos el ser y podernos comunicar un día su misma felicidad? ¿Y cómo nos vamos a amar al padre y a la madre, que se pusieron a las órdenes de Dios para que nosotros pudiéramos existir?
Por eso, miramos a Dios, que nos sonríe como Padre, y le decimos: ¡Te doy gracias, Señor, por haberme creado!…
Por eso, miramos después a nuestros padres, que nos amaron y nos dieron el ser libremente, y les repetimos también: ¡Gracias, papás!…