Con Dios lo puedo todo

17. agosto 2018 | Por | Categoria: Narraciones Bíblicas

El libro de los Jueces es uno de los más curiosos de la Biblia. Nos cuenta unas aventuras simpáticas, realizadas por hombres que liberaban al pueblo cuando éste se encontraba al borde casi de la desaparición. Uno de aquellos héroes tribales es Gedeón, a quien se le aparece Dios, que le saluda:
– ¡Yavé Dios contigo, valiente guerrero!
Gedeón, en vez de entusiasmarse con el piropo, se pone a discutir con Dios:
– Si Dios está con nosotros, ¿por qué nos tienen que tener dominados los madianitas? Ya ves lo que pasa. Se echan en medio de nosotros, devastan las cosechas, se nos llevan bueyes, ovejas y todos los animales, dejándonos sin nada.
Dios comprende la queja de Gedeón, y le responde bondadoso:
– Bien. Por eso vengo, para poner remedio. Ahora te mando yo: vete, y salva a tu pueblo.
Gedeón de asombra y se asusta:
– ¿Yo?… Si soy de la familia más humilde, y el hombre más incapaz.

Aquí, y con estas disposiciones de humildad, le quería Dios, el cual contesta:
– Por eso quiero que vayas tú. Yo estaré contigo, herirás a Madián como si fuera un solo hombre, y verás que la victoria es mía.
Gedeón era algo atrevido, y le puso dos o tres pruebas a Dios. Pero al fin obedeció y reunió un numeroso ejército. Cuando vio Dios tanta gente a las órdenes de Gedeón, le dijo:
– Llevas contigo muchos soldados. Si ganas la guerra con tantos, Israel querrá quedarse con la gloria, sin dármela a mí, su Dios. Di que se vayan a su casa todos los que tengan miedo.
Y veintidós mil hombres se regresaron a su hogar. Pero Dios volvió a insistir:
– ¿Aún quedan diez mil hombres? Son demasiados. Ya los depuraré yo. Mira, vas a hacer lo siguiente. Cuando lleguen al río, vas a despedir a todos los que se echen en tierra para beber. Y te vas a quedar sólo con los que se contenten con doblar la rodilla para tomar el agua.

¡Dios santo! Realizado tan singular examen, sólo quedaban trescientos hombres para entrar en batalla contra un ejército numerosísimo. Pero Gedeón, que por fin había aprendido a fiarse de Dios sin exigirle más pruebas, ordena un ataque bien curioso por la noche. Cercan el campamento de los madianitas, los desbaratan, les hacen volverse entre sí a unos contra otros, los obligan a huir en una confusión inimaginable, y Dios que salva a Israel de las manos de su enemigo…

Muchas veces, muchísimas, nos quejamos los hombres de la situación del mundo en que nos toca vivir. Y cuando nos preguntamos por las causas de los males que padecemos, pocas veces nos echamos la culpa a nosotros mismos. El Israel de entonces era en esto más sincero. Cuando se encontraba dominado por enemigos, sabía echarse la culpa a sí mismo, y se dirigía a Dios con estas palabras:
– Porque nos hemos apartado de ti, Dios nuestro, y nos hemos ido tras los dioses ajenos, es por lo que nos viene este castigo….
Al reconocer su culpa, venía la ayuda de Dios.

Jesús seguirá también esta norma. A los judíos que se creían unos santos impecables y se negaban a aceptarlo como Salvador, les dice amenazante: Moriréis en vuestro pecado. Mientras que decía por otra parte: Yo no he venido a buscar a los justos, sino a los pecadores.
Reconocerse culpable ante Dios, es ya contar con la salvación como segura. La victoria de la salvación es atribuida entonces sólo a Dios, que la otorga como un regalo de su mano, sin que el hombre pueda gloriarse de nada…

Después, venimos a parar siempre en lo mismo: necesitamos fe, mucha fe. No digamos que el mundo que nos rodea está perdido. Pongámonos a hacer algo. A cada uno de nosotros nos dice Dios: Vete tú a salvar a tus hermanos. Yo estoy contigo. Es necesaria la acción.

Si no trabajamos y se nos va todo en lamentaciones, nos podría pasar como a aquel rabino judío, que le decía a Dios:
– Señor, toda mi vida me he portado muy bien y te he servido con fidelidad. Ya ves que estoy pobre, y quisiera algo de dinero. ¿Por qué no haces que me caiga la lotería?…
Y así siempre. Un día es más intensa su oración:
– Señor, decídete a ayudarme, y que me caiga la lotería de esta semana.
A lo que Dios le responde, también de una vez por todas:
– Decídete tú. ¿Por qué no compras un billete de la lotería?…

El cuento del judío es muy aleccionador y nos retrata demasiado bien. Soñamos en hacer muchas cosas, y decimos: ¡Si Dios me ayudase!… Pero no movemos el dedo meñique para ponernos a trabajar.
Nos quejamos mil veces de cosas que nos van mal —lamentadas por el mismo Dios, que no quiere nuestro mal—, y rezamos angustiados y perezosos: ¡Señor, ayúdame! Pero no somos capaces de poner toda nuestra diligencia y energías en buscar los remedios, esperando que nos vengan como llovidos del cielo.

La fórmula perfecta y que Dios quiere es solamente ésta: Entre Dios y yo lo podemos todo.
En la vida social, en la vida de la Iglesia, en la vida de la familia, en la vida personal, en cualquier apuro, no hay que decir: ¡Si Dios me ayudase!…
Es mejor decirle a Dios, con la fe de Gedeón: ¡Venga! Entre los dos, vamos a hacer maravillas…

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