Miradas de salvación
3. agosto 2018 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: Narraciones BíblicasNos encontramos en la Biblia con un hecho muy singular y de mucha importancia en la historia del peregrinar de Israel por el desierto. El pueblo había salido de Egipto en medio de prodigios inauditos. Pero Israel era muy olvidadizo, y, apenas sobrevenía una contrariedad, ya estaba murmurando contra Moisés, lo cual era murmurar contra el mismo Dios. Y esta vez lo hicieron muy fuerte:
– ¿Por qué nos hicisteis salir de Egipto? ¿para hacernos morir en este desierto? No hay aquí ni pan, ni agua, ni nada que comer ni beber. Esta comida sin sustancia, este maná tan soso, ya nos tiene hartos.
El pobre Moisés no sabía qué hacer. Y Dios respondió con un castigo severo. Sin saber de dónde salían, se echaron sobre el campamento israelita unas serpientes venenosas, cuya picadura parecía un clavo rusiente que se metiera en las carnes. Eran innumerables los que morían por aquellas mordeduras ardientes. Ante el castigo evidente, el pueblo acudió desesperado a Moisés:
– ¡Hemos pecado, porque hemos hablado contra Dios y contra ti! Pídele a Dios que aleje de nosotros estas serpientes malditas…
Moisés, como siempre, se interpuso entre el pueblo pecador y entre Dios. Rezó fervientemente, y le vino la respuesta del Señor:
– Hazte una serpiente de bronce, cuélgala en un asta, y levántala a la vista de todo el pueblo. Todo el que la mire, después que le haya mordido una serpiente, no morirá.
Así fue. Aquella serpiente de bronce, mirada con fe en el Dios de Israel, salvó la vida de todos los atacados por las serpientes venenosas.
¿Dónde estriba la importancia bíblica de este hecho singular? Hemos tenido una gran suerte cuando ha sido el mismo Jesús quien nos ha dado la interpretación exacta. Una interpretación sorprendente, que nos quita toda duda. Hablando con Nicodemo, le dice el Señor:
– Del mismo modo que Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tengo yo que ser levantado de la tierra. Y todo el que me mire con fe, tendrá la vida eterna (Números 21,4-9 y Juan 3,14)
Sin que lo diga Jesús, nuestro pensamiento se va a otro hecho narrado por la Biblia: al mismo origen en el paraíso. ¡Ya supo hacerla el maldito Satanás! ¡Qué bien nos clavó a todos el aguijón la serpiente infernal! Después…, cada pecado se nos hunde como una nueva picadura mortal, que nos lleva fatalmente a la perdición eterna.
¡Suerte que Dios ha sido compasivo, y ha levantado ante nuestros ojos nada menos que a su Hijo clavado en una cruz! Nos basta mirarlo con fe, reconocer nuestra culpa y rendirnos a sus plantas, para que el veneno extraído del infierno pierda toda su fuerza y no pueda nada contra nosotros.
Mirando a Jesucristo clavado en la Cruz se nos desvela el misterio del pecado y de la gracia.
El pecado del mundo fue grande, enorme, hasta traer para todos la muerte y merecernos una condenación irremisible.
Pero Dios, rico en misericordia, tuvo compasión de la Humanidad pecadora. ¿Qué sacaba Dios con nuestro castigo eterno, única cosa justa que merecíamos?… Prefirió hacer sobreabundar su bondad y su gracia allí donde abundó tan desgraciadamente la culpa.
La Iglesia valora mejor que nadie este gesto divino, y en su culto no se cansa de repetir la acción de gracias. Y un ¡Gracias!, que no se caerá de nuestros labios, será lo único con que podremos corresponder a Dios en la liturgia del Cielo. Creo que todos le repetiremos millones de veces: ¡Gracias, Señor Dios nuestro, por habernos creado y por el beneficio inmenso de la Redención!…
Esto nos lleva, una vez más, a reflexionar sobre el Crucifijo, al que nuestros pueblos latinoamericanos tienen una devoción tan singular. El Santo Cristo grande de la Iglesia, o el cuadro del Cristo en el hogar, o el Cristo pequeño que cuelga de tantos pechos, se lleva muchos besos ardientes, llenos de un amor intenso, de arrepentimiento muy sentido, de una fe indeficiente… Esos besos honran mucho a nuestro Salvador. Por ellos ve agradecida su Pasión y su Muerte redentora. Y por ellos derrama siempre sobre los corazones su perdón y su gracia.
Hoy se nos dice por ahí que el Crucifijo estorba, por eso de que las imágenes no deben ser veneradas. Pero, ¿cómo es que, según la Biblia, la imagen de la serpiente fue requerida por el mismo Dios? ¿Y cómo no vamos a mirar la imagen de Jesucristo, para que su vista lleve nuestros ojos al mismo Redentor en persona?… No es la imagen lo que nos interesa, sino la Persona representada por la imagen.
Una reina mártir, mientras era llevada al patíbulo, apretaba con fuerza el Crucifijo entre sus manos.
– ¡Quítate eso de ahí!, le dice malhumorado el lord que le acompañaba.
Y ella, enormemente convencida::
– No, no lo suelto; porque lo aprieto con mis manos, para que se meta más hondamente en mi corazón (María Stward, católica, hecha ajusticiar por su prima Isabel I de Inglaterra)
Sobre ese Crucifijo, obra del arte y fruto de la devoción, nosotros miramos otros Crucifijos vivientes: enfermos, pobres, ancianos, presos, niños subnormales, afligidos de todas clases… Mirarlos con la misma fe con que miramos la imagen sufriente del Señor, y hacer por ellos lo que haríamos por el Redentor en persona, nos trae la salvación de nuestras almas.
La serpiente de metal libraba de la muerte a los hebreos. El Crucifijo nos libra de la muerte eterna. Los hombres crucificados con Cristo nos hacen ver al Redentor. ¡Bendito sea el Crucifijo!…