¡Qué mujer ésta!…

10. agosto 2018 | Por | Categoria: Narraciones Bíblicas

La tradición o leyenda de Judit constituye un libro hermoso de la Biblia. Judit es una mujer que ha entrado en nuestra imaginación con colores de victoria. ¡Qué mujer! Como ella deberían ser todas, nos decimos…

Nabucodonosor, rey de Babilonia, furioso porque le han despreciado los países que pensaba anexionar a su imperio, encarga al general Holofernes:
– Destruye todos esos pueblos y pasa al filo de espada a todos sus habitantes.
Holofernes se lanza sobre los países de Occidente con ciento veinte mil infantes, llevados del demonio de la destrucción… Atraviesan la Siria, llegan a las costas mediterráneas de Tiro y Sidón, se meten en Palestina y se plantan delante de la pequeña población de Betulia. Los judíos se aprestan a la resistencia. Pero se descorazonan muy pronto, pues ven que no hay nada que hacer ante el poderoso ejército invasor. En Jerusalén tiemblan, hacen penitencia, y las oraciones suben continuas al Cielo junto con el humo de los sacrificios.

Entre tanto, Holofernes ocupa los altos que dominan Betulia y cortan toda corriente de agua. La ciudad está en las últimas, abatidos todos sus moradores, desesperados y sin agua para beber. A punto ya de rendirse al enemigo o de morir todos de hambre y sed, se presenta una mujer al jefe Ozías:
– ¿Por qué tentáis a Dios, como si no pudiera salvarnos? Dios nos pone a prueba para ver si le somos fieles y nos fiamos de El. Ahora os pido que cada noche me abráis las puertas de la ciudad, pero no sigáis mis pasos. Lo sabréis todo al final. El Señor va a salvar a Israel por mi mano.

¿Quién es la mujer que habla así? Una viuda joven, dotada de belleza singular. A pesar de su rica posición, de su hermosura y de su libertad, nadie puede decir una palabra de ella, pues es intachable en su conducta, piadosísima con Dios, y fiel observante de la Ley del Israel.
Los jefes le creen, le dan su confianza, y ella, acompañada de una criada, se avanza hasta el campamento enemigo. Todos los soldados se pasman de mujer semejante. La llevan a Holofernes, que queda prendido en las redes de mujer tan singular. Así dos días. Pero, al tercero, Judit ejecuta su plan. En el banquete con sus oficiales, Holofernes ha bebido hasta emborracharse, soñando en una noche feliz con su visitante, que al fin —así lo cree él— va a ceder a sus deseos de lujuria….

Pero la intachable Judit no está dispuesta a mancillar su honor. Y mientras Holofernes duerme profundamente, descuelga ella la espada del general y de un tajo le corta la cabeza. Se escapan las dos sigilosamente del campamento, entran en la ciudad y muestran la cabeza de Holofernes a todos los habitantes. Por la mañana, al ver los sitiadores asesinado a su general, se dispersan todos en huida precipitada, e Israel se salva de la catástrofe que le venía encima. En una peregrinación a Jerusalén, todo el mundo aclama a la heroína, y el Sumo Sacerdote la colma de alabanzas:
– ¡Tú eres la gloria de Jerusalén, tú la alegría de Israel, tú el honor de nuestro pueblo!…
Qué mujer ésta, ¿verdad?… El mensaje de la Biblia es claro: Dios no abandona a su pueblo, y lo salva por quien quiere, por quien se pone en su mano con total disposición. Aunque sea el instrumento más inútil. Y en aquella mentalidad oriental de los tiempos de la Biblia, como la mujer no contaba para nada en las grande resoluciones de la vida social o política, la mujer resultaba un instrumento del todo inapropiado.
Por eso Dios se quiere servir en este caso de una mujer. Pero se la escoge bien: una mujer muy religiosa, muy fiel a la Ley, muy amante de su pueblo, e intachable del todo en su conducta…

¡No diremos que Judit no tiene que decirnos nada en nuestros días!…
Si queremos que la mujer salve a la sociedad, la sociedad tiene que salvar primero a la mujer. Por eso el mundo pide hoy a gritos la liberación de la mujer. La queremos ver gozar de todos sus derechos en la sociedad. No es un ser inferior, sino una persona de suma dignidad, capaz de desempeñar los oficios más altos y los cargos de mayor responsabilidad.

Por otra parte, la mujer está dotada de unas cualidades naturales extraordinarias, que nos enriquecen grandemente a todos.
La sociedad anterior a nosotros se lució muy poco cuando no supo aprovechar esas cualidades innatas de la mujer para la vida pública y la dejó confinada entra las cuatro paredes de su casa.

Dentro de la misma Iglesia —a pesar de que Jesucristo la dignificó tanto y de que el apóstol San Pablo dijo claramente que no hay distinción entre varón y mujer— la mujer no fue valorada como debiera haberlo sido. Y la Iglesia se privó, no lo dudemos, de muchos bienes que la mujer, bien aprovechada, le habría traído en grandísima abundancia.

Pero la mujer, para cumplir esa alta misión que la naturaleza y Dios le confían, no puede estar sojuzgada a ninguna esclavitud. Mujer que no se libera de los lazos de siempre, es decir, de esos que le tiende la sociedad para aprovecharse de sus encantos, no es la mujer que necesita hoy el mundo para salvarse.

Para ser salvadora, la mujer ha de ser como Judit y como María, porque podrá cumplir con su misión sólo cuando la sociedad le conceda desenvolverse como un ser libre, que saca su audacia y su valentía de los valores eternos de la religión, de la honestidad, del amor generoso…

Cuando la vemos así, es cuando todos estamos orgullosos de la mujer —que puede ser la esposa, la madre, la novia, la secretaria, la maestra, la enfermera, la amiga—, y la colmamos de bendiciones, ¡porque se las merece de verdad!…

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