¡Danos siempre el mismo Pan!

14. septiembre 2018 | Por | Categoria: Narraciones Bíblicas

Uno de los hechos más portentosos de Dios en favor de su pueblo es el haberlo alimentado durante cuarenta años con el maná, mientras caminaban por el desierto hacia la tierra prometida.
Los israelitas, cruzado el Mar Rojo, se internan en el desierto camino del Sinaí. Unas jornadas muy duras, que les causan fatiga, aburrimiento, postración. Y vienen las quejas contra Moisés y contra Aarón:
– ¿Por qué nos habéis hecho salir de Egipto, para traernos a estas soledades y hacernos morir de hambre? Estábamos mucho mejor en Egipto, alrededor de las ollas de carne y con abundancia de pan.
Moisés y Aarón se quejan ahora al pueblo:
– ¿Y qué somos nosotros para que murmuréis así? Os hemos sacado de allá por orden de Yavé. Vuestras críticas y quejas no van contra nosotros, sino contra Dios.
Pero Dios tranquiliza a los dos jefes, y les manda
– Decidles a todo el pueblo: Yavé ha oído vuestras quejas. Esta tarde os dará carne en abundancia para comer, y por la mañana pan hasta la saciedad. Estad preparados.
Efectivamente, por las tardes, cuando ya iba a anochecer, se echaba sobre el campamento una nube de codornices, y por las mañanas aparecía sobre el campo como una capa de rocío, de una cosa menuda, granulosa, como la escarcha sobre la tierra. Cuando la vieron por primera vez, exclamaron todos sorprendidos:
– ¡Manú, manú! ¿Qué es esto?…
Y se quedó con este nombre tan bello: ¡Maná, maná! Porque no sabían lo que era. Aparecía así sobre el desierto, lo recogían, y, apenas salía el sol, se derretía del todo y desaparecía. ¡Hasta el día siguiente!…
Moisés dio a todos las órdenes oportunas.
– Que cada uno recoja nada más lo que necesita para el día. Solamente el último día de la semana recogeréis el doble, porque el sábado es el día del Señor, el día de descanso, y en ese día no caerá nada.
Algunos, contra la orden de Moisés, recogían más de la cuenta, y al amanecer se encontraban con que por la noche se había corrompido y se llenaba todo de gusanos. Mientras que el recogido el último día, y guardado para el sábado, se conservaba perfectamente bien. Se parecía a una pequeña semilla blanca, y su sabor sabía a torta hecha con miel. Dios les había dicho:
– Entre dos luces por la tarde comeréis carne, y por la mañana os saciaréis de pan. Así sabréis que yo soy Yavé, vuestro Dios (Éx. 16 y Núm. 11)

No nos interesa ahora saber el valor literario de este hecho portentoso, sino la interpretación, tan llena de sentido, que le ha dado la misma Sagrada Escritura.

El comentario mejor y más bello es el del propio Jesús.
Dios vela por su pueblo. Dios cuida de cada una de sus criaturas. Dios cuida de nosotros.
Antes de que lo dijera Jesús, Dios ya ejercía su amor dando de comer a los que clamaban a Él.
Jesús dirá, aludiendo a estos hechos de la Biblia, que Él conocía muy bien: – No os preocupéis de lo que tenéis que comer o beber. Este afán e inquietud lo tienen los paganos. Vuestro Padre celestial ya sabe que necesitáis de estas cosas (L.2,31)

Israel en el desierto pudo saber esto muy bien, no por discursos de Moisés, sino por los hechos manifiestos que Dios realizaba ante sus ojos.
Pero Israel fue siempre el mismo: no confió en la providencia de Dios, a pesar de tantos prodigios como había contemplado.
Por eso dijo Dios que este pan misterioso se lo mandaba para ponerlos a prueba, a ver si aprendían a fiarse de Él de una vez para siempre…

Ahora los creyentes, por medio de Jesucristo, conocemos a Dios mucho mejor que los israelitas del desierto. Pero, ¿somos capaces de fiarnos de Dios como Él se merece y nosotros necesitamos?…

Jesús irá más lejos, y nos dirá que hay un Pan muy superior, simbolizado en este pan del desierto: Su propio Cuerpo, que El dará como Pan de Vida a los creyentes. Las palabras de Jesús son tan claras, tan determinantes, tan imposibles de entender en doble sentido ni en sentido figurado, que no comprende uno cómo puede haber cristianos que las rechacen:
– Vuestros padres comieron el maná en el desierto, y murieron. Yo soy el pan vivo bajado del cielo. Y el pan que yo daré en mi carne para la vida del mundo. Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. Y si no coméis mi carne y no bebéis mi sangre no tendréis vida en vosotros (Juan 6,54-58)

Llega la última cena, y realiza el Señor su gran promesa:
– Tomad, comed, porque esto e mi cuerpo. Tomad, bebed, porque esta es mi sangre.
¿Tendrá el cristiano entonces motivo para dudar del sentido de la palabra de Jesús? ¿Podrá decir que este Maná es sólo un recuerdo y no una realidad del Cuerpo de Jesús? Si es sólo un recuerdo y una memoria, ¿cómo tiene una eficacia tan superior al maná del desierto? ¿Puede el cristiano quejarse si Dios le brinda, por su Providencia y por Jesucristo, todo lo que necesita para esta vida y para la vida eterna?…

Nosotros en la Iglesia —el nuevo Israel de Dios— cambiamos mucho las cosas y hacemos todo al revés que los israelitas del desierto. Ellos, cuando se cansaron del maná, dijeron al fin: ¡Fuera ese pan, pues estamos hartos de él!
Nosotros llevamos dos mil años —no cuarenta— comiendo el Maná celestial, y cantamos cada vez más convencidos y con ardor creciente: ¡Danos siempre el mismo Pan, tu Cuerpo y Sangre, Señor!…

 

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