Portadores de Cristo

7. septiembre 2018 | Por | Categoria: Narraciones Bíblicas

Las palabras testigo y testimonio están hoy muy de moda entre nosotros. Hablamos de ellas en la Iglesia hasta con cierto orgullito. Cuando las decimos, queremos expresar con ellas que nos queremos distinguir en la afirmación de nuestra fe. Esto está muy bien, desde luego. El mundo nos pide a los cristianos la autenticidad de nuestra vida, y nosotros estamos en la obligación de dar la prueba que se nos pide. Al fin y al cabo, es lo que hizo Jesús, que buscó testigos y los encontró bien firmes y seguros: desde Juan el Bautista hasta el Padre celestial.

Vale la pena recordar a este propósito una escena de gran importancia en el Evangelio de Juan.
Un día se presenta ante las riberas del Jordán una flamante legación de parte de los Judíos, y le preguntan al Bautista con autoridad:
– ¿Quién eres tú? Venimos expresamente de Jerusalén para interrogarte. Son los sacerdotes del Templo quienes nos han enviado.
Juan confiesa claramente, sin negar la verdad que él sabe de sí mismo:
– Yo no soy el Cristo.
Los legados aceptan esto. Juan no es el Cristo. Pero, ¿no podrá ser Elías que se subió al cielo en carro de fuego, y que tiene que volver al mundo? Así, que lanzan su segunda pregunta:
– ¿Eres por casualidad Elías?
Y Juan, con el mismo aplomo que antes:
– No; no soy tampoco Elías.
Bien, quedaba por mencionar otro personaje profetizado, aquel de quien dijo Moisés que después de él vendría el profeta a quien todos deberían obedecer. Por eso, vuelven a preguntar:
– ¿Eres entonces el profeta?
Juan, lo mismo:
– No; yo no soy el profeta.
Los delegados insisten impacientes:
– Tenemos que llevar una respuesta clara a los jefes que nos han enviado. Si no eres ni el Cristo, ni Elías, ni el Profeta, ¿quién eres tú, y con qué autoridad bautizas?
Juan va a ser ahora muy claro, como ellos piden:
– Yo soy la voz de uno que clama en el desierto esta palabra sólo: preparad el camino del Señor. Yo bautizo con agua, pero en medio de vosotros está uno a quien vosotros no conocéis, y yo no soy digno tan siquiera de desatarle la correa de su sandalia (Juan 1,19-28)

Nosotros nos quedamos aquí, porque Juan nos sigue dando una gran lección a estas horas.
En una escena, al parecer tan sencilla, Juan nos dice lo que tiene que ser la vida cristiana, hoy más que nunca: un testimonio de Cristo y un prepararle caminos para que entre en las almas. Fueron éstas las dos tareas que llenaron la corta actividad del Bautista.

A este diálogo que hemos reproducido, el Evangelio lo llama sin más el testimonio de Juan. Dar testimonio de Jesucristo es para nosotros un deber imperioso.
Porque el mundo de hoy reclama la salvación, una salvación que sólo le puede venir por Jesucristo. Y a Jesucristo lo señalamos con el dedo nosotros, los que creemos en Él.

Cuando nuestra vida es coherente con nuestra fe y no desmentimos con las obras las palabras que pronuncian nuestros labios, entonces es cuando los demás creen por nosotros. La palabra del maestro la rechazan muchos, la del testigo no la rechaza nadie.

Juan el Bautista pretendía esconderse, para que apareciese solamente Jesús, el que había de venir. Se escondió, efectivamente, pero después de haber brillado con verdadero fulgor. La gente creyó en Jesús cuando comprobaron que todo lo que de Jesús había dicho Juan se había cumplido, a pesar de que Juan no hizo más milagro que aparecer con su vestido de pieles y comiendo langostas y miel silvestre… Su vida austera fue la confirmación de su palabra.

La segunda tarea que realizó el Bautista fue preparar el camino para Jesús: ¡Preparad los caminos del Señor!, fue su grito. Que cuando el Señor venga no tropiece su pie en ningún hoyo ni en ninguna piedra…
Cada cristiano tiene esta vocación: hacer llegar Jesucristo a las almas de los hermanos que lo necesitan y lo reclaman.

Se ha dicho acertadamente que si un cristiano al final de su vida no ha conseguido más que quitar un estorbo para que Jesucristo entre en el corazón de un solo hermano, ya ha cumplido una gran misión.
Ese cristiano se puede aplicar a sí mismo la palabra de Dios dicha por el apóstol Santiago: Si has corregido a un hermano que se ha desviado de la verdad y lo has hecho volver al buen camino, sabe que has salvado su alma y has salvado también la tuya cubriendo una multitud de pecados.

Las Madre Teresa lo expresó genialmente con una de sus anécdotas encantadoras. Un autor escribió un libro sobre ella, y se lo presentó. Humilde, la santa de Calcuta lo autorizó con estas palabras: Si el libro ha de arrancar solamente un acto de amor a Dios, ya ha valido la pena el publicarlo. La Madre veía que su vida no era nada, pero el simple acercarse de un alma a Dios valía por todo un mundo.

¡Qué tarea más fácil y qué tarea más grande la tarea nuestra! Señalar con el dedo a Cristo y llevar Cristo a las almas! ¿Hay algún cristiano que no esté contento con ésta su misión?…

 

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