El padre de los creyentes
12. octubre 2018 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: Narraciones Bíblicas¿Cuántas veces hablamos de la fe en la Iglesia? Jesús la exigía en cada momento. Los escritos de los Apóstoles, de Pablo sobre todo, son insistentes y graves: sin la fe es imposible agradar a Dios. Y dicho en forma positiva: el justo vive de la fe (Hebreos 11,6. Romanos 1,17)
Esta fe, mandada y aprendida a lo largo de toda la Biblia, arranca de Abraham, que creyó en la palabra de Dios, y Dios se lo tomó como justicia y salvación. Aunque Dios probó a Abraham de una manera terrible. Le había hecho la promesa de multiplicar su descendencia más que las estrellas de cielo por medio de su hijo Isaac. Y ahora le viene la orden tajante (Génesis 22,1-20):
– Toma a tu hijo Isaac, a quien tanto quieres, vete al monte que yo te voy a indicar, levantas allí un altar, lo degüellas, y me ofreces con él un sacrificio.
Esto es desconcertante. Abraham no se puede extrañar del todo con eso de matar al hijo y ofrecerlo a Dios, pues en los pueblos aquellos sacrificaban los hijos primogénitos a Baal y a otros dioses. Al patriarca se le parte el corazón. ¡Con lo que quiere a ese su hijo! Sin embargo, Dios manda y él obedece. Pero, ¿y la promesa? Abraham se podía decir:
– Aquella promesa es un verdadero cuento. Si este mi hijo no ha tenido aún ningún hijo, ¿cómo puede tener una descendencia innumerable y ser bendecidas por ella todas las gentes de la tierra? Aquellas visiones de Dios se las inventaba mi imaginación, y todo es un puro engaño…
No digamos que este lenguaje es irreverente. Esto, y no otra cosa, podía pensar Abraham. Pero piensa todo lo contrario, y se dice:
– No lo entiendo. Pero, una cosa sé: que Dios cumplirá su promesa. Porque si mato a este mi hijo, Dios es capaz, antes que fallar a lo prometido, de sacarme hijos de estas mismas piedras. ¡Adelante!…
Sabemos la historia que la Biblia nos narra con tanto patetismo. Toma Abraham a su hijo, que ya es un muchacho. Dispone la comitiva con varios criados y caballerías, y al llegar hacia la colina de Moria, en la actual Jerusalén, siente la palabra de Dios: ¡Ahí, ahí, en ese monte que tienes delante!
El muchacho Isaac, entre tanto, discurre:
– Padre, llevamos la leña y el fuego para el sacrificio, pero, ¿dónde está la víctima, el cordero o el buey que tenemos que matar?
La pregunta le destroza el corazón al padre, que responde resignado:
– No te preocupes, hijo mío. Dios proveerá.
Entre todos, puestos a trabajar, levantan un altar con piedras, ponen encima la leña para la hoguera, atan al muchacho Isaac, lo colocan encima de todo, Abraham desenfunda el puñal, levanta el brazo para asestar el golpe mortal, y resuena potente la voz de Dios en el cielo:
– ¡Abraham, Abraham, cuidado!
– ¿Qué pasa, Señor?
– No extiendas tu brazo contra el muchacho ni le hagas ningún daño. Tengo bastante con esto. Ahora veo que me respetas y obedeces de verdad.
Abraham respira hondo, y se dice para sus adentros: ¡Menos mal! Porque la obediencia a Dios no le mataba sus sentimientos de padre, que ama inmensamente al hijo. Tiende la mirada alrededor, y ve enredado entre los matorrales a un carnero, que lo toma y lo ofrece en sacrificio a Dios.
Dios, en tanto, deja oír ahora otra vez su voz:
– ¡Juro por mí mismo! Porque has obedecido de esta manera, sin perdonar siquiera la vida de tu hijo, multiplicaré inmensamente tu descendencia, como las estrellas del cielo o las arenas del mar, y en ti serán bendecidas todas las gentes.
Dios será fiel a su palabra. Por Jesús, el gran descendiente de Abraham, el mundo entero se ha llenado de las bendiciones divinas. Y Abraham ha merecido ser llamado El padre de los creyentes.
Muchas veces hablamos del riesgo de la fe. A veces, no resuelta fácil el creer. Porque nuestra razón se rebela contra lo que no entiende. ¿Entendía Abraham cómo podía tener la descendencia prometida por Dios si se quedaba sin el hijo de la promesa? No lo entendía, ¡pero creyó!
Y es más difícil todavía el aceptar la obediencia de la fe. ¿Resultaba muy divertido para Abraham el matar a su propio hijo, sólo porque se lo pedía aquella voz misteriosa que le había hablado otras veces? ¡No le gustó lo que Dios le mandaba! Le dolía enormemente, ¡pero obedeció a ciegas!…
¿Por qué no creen muchos en nuestros días? ¿Qué razones dan para decir ¡No! a Dios que les habla? Son las dos que hubiera dado —pero no dio— Abraham: ¡Yo no entiendo! ¡Yo no puedo!…
En esa primera relación con Dios, nacida de la fe, el orgullo y la rebeldía lo pueden echar todo a perder. Jesucristo, que conocía bien el corazón humano, nos lo dijo de manera inolvidable y genial: Si no os hacéis como niños… (Mateo 18,3)
Es cuestión de no discutir con Dios al leer la Biblia, haciendo decir a la Biblia lo que la Biblia no dice. Es cuestión de no discutir con la Iglesia, a la que Jesucristo encomendó la custodia de la Verdad. Es cuestión de no juzgar precipitadamente al Papa, que nos enseña y manda en nombre de Dios.
Cuesta creer y obedecer. Pero ahí está la raíz de nuestra salvación, en lo que San Pablo llama la obediencia de la fe.
Es un honor para Dios ser creído y obedecido cuando nosotros no vemos nada. Ese fiarse de Dios es nuestra mayor seguridad.
Nuestra pequeña cabecita sabe inclinarse ante el que es el Dios infinitamente sabio.
Nuestro corazón se rinde ante el que nos ama y nos manda sólo para bendecirnos.