Las aventuras de un naufragio
26. octubre 2018 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: Narraciones BíblicasSi nos gusta leer aventuras podemos abrir hoy los Hechos de la Apóstoles en sus capítulos veintisiete y veintiocho, y veremos a Pablo sorteando un peligro enorme y salvando a toda una tripulación después que la nave se había ido a pique. Todo, por no apartar Pablo los ojos de Jesucristo.
Pablo, en Jerusalén, ha apelado al tribunal del César para librarse de ser ejecutado por los judíos. El Procurador romano, fiel al Derecho, le contesta a su petición: -¿Al César has apelado? Pues, al César irás.
Y lo embarca para Roma bajo la custodia del centurión Julio, un romano generoso, a quien confía también los otros presos. El barco, costeando la Palestina, Chipre y el Asia Menor, se lanza a pleno mar Mediterráneo, hasta llegar a la Isla de Creta. Muy mala cara ponía el mar, y Pablo lo advierte al centurión:
– Amigos, creo que la navegación va a traer peligros y grave daño, no sólo para el cargamento y la nave, sino también para nuestras vidas. No abandonemos por ahora Creta.
Pero el centurión se fió más del piloto y del patrón de la nave, que de lo que le decía Pablo, y dio la orden de partida. En mala hora. Lucas, que acompañaba a Pablo, nos describe la aventura descomunal en forma patética. Se desencadena un viento huracanado. Apenas si pueden controlar el bote salvavidas; ciñen cables el casco de la nave, y, por miedo a encallar, sueltan una boya y se dejan ir a la deriva. Muy doloroso quedarse sin nada, pero el patrón ordena:
– ¡Venga! Toda la carga al mar, hasta los aparejos de la nave.
Por varios días y noches, no se vieron ni el sol ni las estrellas. La tempestad seguía arreciando, y Pablo, prisionero, pero respetado de todos, se alza en pie y los anima con fe profunda cuando ya no se veía esperanza alguna de salvación:
– Mejor hubiera sido, amigos, haberme hecho caso y no haber salido de Creta. De todos modos, os pido que tengáis buen ánimo, porque ninguno de vosotros perderá la vida. Sólo se perderá la nave. Así que ánimo, amigos, pues iremos a parar a alguna isla.
Pablo hablaba con toda seguridad. Tenía experiencia de naufragios. Escribiendo a los de Corinto les había dicho que había naufragado tres veces y que una vez estuvo en el fondo del mar día y noche… Pero la seguridad de ahora no le venía de experiencias personales, como si fuera un navegante consumado, sino de la palabra que le había dado Dios por un ángel que se le apareció la noche anterior, y que le dijo:
– No temas, Pablo. Tienes que comparecer ante el César, y Dios te concede también la vida de todos los que navegan contigo.
Catorce noches llevaban así. No había esperanza de salvación, una vez arriados los botes salvavidas. Los marineros querían lanzarse al agua y salvarse a nado. Pero Pablo se mostró firme ante el centurión y los soldados:
– Si éstos no se quedan en la nave, no os salvaréis tampoco vosotros. ¡Todos firmes aquí! Y hace ya catorce días que están todos sin comer. Os aconsejo que comáis algo, pues os irá bien para vuestra salud.
Dicho y hecho, toma Pablo el pan, da gracias a Dios, lo parte y empieza a comer a la vista de todos. Los demás se animan también y se deciden a comer algo. Una vez satisfechos, y para aligerar la nave, que llevaba doscientas setenta y seis personas, arrojan todo el trigo al mar, quedándose sin ninguna reserva.
Amanece y ven que están cerca de la playa. Pero dan contra un banco de arena entre dos corrientes y la proa queda hincada e inmóvil, mientras que la popa empieza a deshacerse por la violencia de las olas. Los soldados, ante el temor de que los presos se escaparan ⎯pues a ellos les costaría después la vida⎯, quieren matarlos a todos. Pero el centurión, ante la posibilidad de que maten también a Pablo, se lo prohibe terminantemente, les ordena que salten todos al agua y traten de ganar la orilla a nado. Toda la tripulación, aprovechando los deshechos de la nave, ha de ir saltando también hasta tierra firme.
Todos ya a salvo, después de tan increíble aventura, se dan cuenta de que están en la isla de Malta, cuyos habitantes los tratan con cortesía, con cariño y con una hospitalidad extraordinaria.
¿A dónde va semejante relato, tan completo, tan minucioso, y al parecer sin nada de doctrina que comunicar?… Aquí nos dice Lucas cuáles son los gajes del apostolado. No se da acción misionera sin una vida enmarcada en el sacrificio. La vida de cualquier apóstol es una vida austera, dura, llena de obstáculos, provenientes lo mismo de la malicia de los hombres que los embates de la naturaleza. Pero el apóstol sabe aguantarlo todo y a todo se ofrece generoso por su ideal, que no es otro que Jesucristo.
Pablo viaja a Roma con esta obsesión, pues el Señor se le había aparecido después de aquel enfrentamiento fenomenal con los judíos, y le había dicho: ¡Animo! Que así como has dado testimonio de mí en Jerusalén lo vas a dar en Roma. A quien lleva a Jesucristo en la mente y trabaja por Él no le importa nada cualquier riesgo.
Un Santo Doctor de la antigüedad cristiana interpretó así este hecho: “¿Quién no hubiera tenido a Pablo por un miserable al verlo encadenado, un náufrago arrastrado por las aguas en alta mar? Sin embargo, nadie logró hacerle apartar de Cristo los ojos, sino que los tuvo fijos en Él, mientras decía: ¿quién podrá separarme del amor de Cristo?”… (San Gregorio de Nisa)
Esta es la gran lección que nos da el apasionante relato de Lucas como final glorioso de los Hechos de los Apóstoles: las tempestades de la vida podrán ser todo lo fuertes que quieran; pero nuestro amor a Jesucristo es más, mucho más fuerte todavía…