En el horno sin quemarse

30. noviembre 2018 | Por | Categoria: Narraciones Bíblicas

El libro de Daniel es uno de los más llamativos de la Biblia en el Antiguo Testamento y está lleno de enseñanzas preciosas para nuestra vida de hijos fieles de Dios. Porque todos los hechos que nos narra giran en torno a esta idea fundamental: nuestra fidelidad a Dios es inquebrantable, y nada ni nadie nos apartará del Dios que llevamos en el corazón.
Hoy vamos a ver a tres jóvenes magníficos enfrentándose con el rey que se creía un dios (Daniel, 3)

Nabucodonosor manda hacer una estatua enorme de oro. Nada menos que treinta metros de alta por tres de ancha. Erguida en medio de la llanura, y herida esplendorosamente por los rayos del sol, iba a ser el orgullo de Babilonia, que tendría en ella un nuevo dios. Para su inauguración, el rey manda una orden a todos los rincones del imperio:
– Sátrapas, intendentes, gobernadores, consejeros, tesoreros, abogados, jueces y autoridades todas de las provincias: venid, que os espero para la dedicación de la estatua erigida por mí en la explanada de Dura. Aquí los quiero a todos. Yo, el rey Nabucodonosor.

El día de la inauguración se presentaba radiante y la fiesta se iba a desarrollar con derroche de lujo oriental. Congregada la multitud ante el nuevo dios, el heraldo grita con voz fuerte: -Se hace saber a vosotros, gentes de todo pueblo, lengua y nación, que apenas suenen las trompetas y todos los instrumentos musicales, todos hincados deben adorar la estatua erigida por el rey Nabucodonosor. Los que no se postren ni la adoren, serán echados inmediatamente a un horno de fuego ardiente.
Apenas se oyeron los primeros ecos de tanto instrumento ensordecedor, la multitud se postró en tierra adorando a su nuevo dios. El rey no podía con su satisfacción. Pero pronto se le aguó la fiesta, cuando le viene un recado urgente: -Majestad, ¡vive para siempre! Contra tu urgente decreto, ahí están tres jóvenes judíos que no te respetan, no sirven a tu dios ni adoran la estatua de oro que has erigido.

El soberano se enfurece. Llama a los tres jóvenes atrevidos, con los que entabla un diálogo patético: -¿Estáis o no estáis dispuestos a adorar la estatua que he levantado? Si no lo hacéis, os echo inmediatamente en el horno de fuego ardiente, ¿y qué dios podrá libraros de mi mano?
Los tres muchachos, serenos, con frialdad desconcertante, responden tranquilos: -Nuestro Dios, al que servimos, puede librarnos de tu mano si quiere. Lo hará o no lo hará; es cosa suya. Pero has de saber, oh rey, que nosotros no servimos a tu dios ni adoramos esa estatua de oro.

La furia del monarca no tiene límites, y ordena a sus guardias:
– ¡Pronto! Echad mucha más leña en el horno, intensificad el fuego mucho más, y arrojad en él a estos tres rebeldes.
Atados los tres, son lanzados a las llamas, que salen furiosas por la boca del horno y alcanzan a los verdugos que los han arrojado dentro. Los tres valientes empiezan a pasearse entre las llamas, ilesos en medio del fuego abrasador, y entonan un himno que nosotros después repetiremos miles de veces: -Bendito seas, Señor, Dios de nuestros antepasados, a ti gloria y alabanza por siempre. Bendito sea tu nombre santo y glorioso.

El rey, calmada su ira, se acerca a la boca del horno para gozar del espectáculo. Pero queda petrificado: -¡Cómo! ¡Si el fuego no les está haciendo nada! Además, ¿no hemos arrojado a tres en el horno? ¿Y cómo es que yo veo cuatro hombres, uno de los cuales tiene el aspecto de un dios?
Aterrorizado, grita ahora a los de dentro:
– ¡Siervos del Dios altísimo, salid y venid aquí!
Los ministros del rey y todos sus servidores no saben qué decir. Mudos, comprueban que el fuego no ha tocado aquellos cuerpos jóvenes. Ni un pelo está chamuscado, las túnicas aparecen intactas y ni siquiera huelen a quemado. El orgulloso rey se rinde, y reconoce: -¡Bendito sea el Dios de estos tres jóvenes judíos! Ellos pusieron su confianza en su Dios, y, desobedeciendo la orden del rey, prefirieron arriesgar su vida antes que servir a otro dios fuera del suyo. ¡No hay más dios que el Dios de Israel!…

La lección soberana que se desprende de esta página brillante de la Biblia será siempre muy actual. Porque siempre veremos en el mundo a tantos hombres y mujeres que se postran delante de muchos dioses que no son dioses; pero veremos siempre también a muchos otros que se obstinarán felizmente en ser fieles al Dios del Cielo, al único Dios verdadero, al Dios que llevan en el corazón, al Dios que aprendieron a amar en el seno de sus hogares cristianos.

Vemos a muchos que, renunciando la fe de Jesucristo que recibieron en el Bautismo, se pasan a otra fe en Jesucristo adulterada, importada desde fuera por fines políticos inconfesables.

Vemos a muchos que, adoradores del dios dinero, del dios deporte, del dios hecho de placer, mantienen negocios, estadios o discotecas en donde no falta ningún dios moderno, y de donde está ausente únicamente el Dios del Cielo, para el que no tienen ni la hora de la Misa que Él les pide cada domingo…

Nosotros, que por la gracia de Dios nos creemos cristianos de verdad, juramos una y mil veces fidelidad al Dios a quien amamos. Más que mirar a los doradores tontos de la estatua en fiesta, miramos a los valientes que no temen a nadie ni nada a trueque de mantenerse fieles al Rey del Cielo.

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