Entre Malta y Roma
23. noviembre 2018 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: Narraciones BíblicasUna vez en nuestros mensajes nos quedamos con Pablo en la isla de Malta, después de aquella tempestad imponente que nos narran los Hechos de los Apóstoles al final del libro. Hoy regresamos allí para estar junto al Apóstol durante su estadía esa isla encantadora del Mediterráneo y acompañarlo después hasta Roma. Lucas, testigo presencial, nos traza el itinerario con toques de valor extraordinario.
Malta merecía ya entonces ser una isla turística de primer orden, no por sus bellezas naturales, sino por la calidad humana de sus habitantes. La voz sobre la nave destrozada se corrió por todos los entornos:
– ¡Venga, vamos a ayudar a esos pobres náufragos! Son muchos, doscientos setenta y seis, pero nuestra generosidad llegará para todos. Antes que nada, leña seca. En un invierno tan duro cómo éste, y con las ropas empapadas en agua, los pobres náufragos están que se congelan de frío.
Las llamas de la hoguera, que suben pronto hacia las alturas, se convierten en la mayor bendición.
Los nativos, dice Lucas, nos trataron con toda clase de atenciones. Atenciones, que no son únicamente leña seca para la hoguera, sino comida para los que han llegado medio muertos de hambre, porque se habían quedado sin nada que llevar a la boca.
Pablo, que no sabe tener las manos ociosas, va buscar más leña para mantener viva la hoguera. Llega con un buen fardo, lo lanza entre las llamas, y una víbora, huyendo del calor, se le agarra a la mano, le clava su aguijón, y no hay manera de que suelte a su víctima. Los nativos se espantan, y alzan la voz: -¡Cuidado con este prisionero! Seguro que es un criminal, un homicida. Ha huido del naufragio, pero la justicia divina lo persigue y no le deja seguir con vida.
Pero Pablo, sereno, y acordándose de la palabra del Señor a los Apóstoles ⎯agarrarán serpientes con sus manos, y aunque beban veneno no les hará daño⎯, suelta con un golpe la víbora y la arroja al fuego, mientras los espectadores siguen en suspenso: -¡Ahora, ahora!… Ahora tiene que caer muerto. Sin embargo, Pablo sigue la conversación con los demás como si allí no pasara nada, y entonces cambian de opinión todos y exclaman temerosos:
-¡No, no! Éste no es un hombre. Éste es un dios…
Para colmo de su admiración, nativos y tripulantes se enteran pronto de lo que ha ocurrido con el gobernador de la isla. Se ha portado magníficamente con aquella invasión de visitantes, mientras la desgracia se cierne en su familia. Tiene al padre muy enfermo y ruega a Pablo que lo visite y haga por él alguna cosa.
Pablo recuerda de nuevo las palabras del Señor: impondrán las manos a los enfermos, y éstos curarán. Lo hace así con el enfermo sin esperanzas, al que le desaparecen la fiebre y la disentería. El respeto y la admiración por Pablo suben hasta las nubes. Más y más enfermos para ser curados, y cuando a los tres meses llega la hora de partir en una nave alejandrina que se hace cargo de los viajeros, los malteses colman a todos de honores y les dan todas las provisiones necesarias para la travesía hasta Roma.
Pablo sueña en Roma, colmo de todas sus aspiraciones. En los puertos donde se detiene la nave salen los hermanos a saludarle. Desembarcados, y ya en el camino de Urbe, los hermanos de aquella floreciente cristiandad, enterados de su llegada, van a su encuentro hasta muy lejos por la Vía Appia. Se le echan al cuello, lo besan y abrazan, de modo que Pablo no puede con su emoción, y exclama: -¡Gracias, Dios mío, gracias!
Pablo, prisionero, y hasta que le llegue el juicio que lo va a absolver, permanece en Roma por dos años, en una casa que alquila cerca de la sinagoga judía, junto a las márgenes del río Tíber. Lo custodia un soldado, pero en aquella prisión vigilada tiene más libertad que en ninguna parte. Predica de Jesucristo sin cesar, a judíos como a paganos. En un segundo juicio saldrá condenado, y bajo la persecución de Nerón dará el supremo testimonio de Jesucristo cuando le corten la cabeza en la vía ostiense.
¡Hay que ver la belleza de este capítulo final de los Hechos de los Apóstoles! Malta y Roma nos roban todo el cariño a la par que nos imparten unas lecciones inolvidables.
Malta, la isla pequeña y encantadora, pagana y en la cual no se contaba todavía con un solo cristiano, no sospechaba el premio que Dios le reservaba por esta acogida tan humanitaria a unos pobres náufragos. Sobre todo, por el respeto y amor con que trataron a Pablo, el apóstol de ese Jesús que anunciaba con tanto empeño. Malta será después un pueblo eminentemente cristiano, y su población sigue modernamente tan católica como en sus mejores tiempos, orgullosa siempre de Pablo, su primer apóstol.
Hoy, ante el fenómeno social del turismo, visitan nuestros pueblos tantas gentes venidas de fuera. Si sabemos acogerlos con la atención, cordialidad, desinterés y servicio de los malteses, no serán los turistas los grandes beneficiarios, sino nosotros que los acogemos, porque nos llenaremos no precisamente de divisas, sino de otras y mejores bendiciones de Dios.
A Pablo en Roma se le recibe como al mismo Jesucristo que viene en su Apóstol. ¡Y qué bendiciones trajo Pablo a Roma, igual que antes las había traído Pedro! Acoger al hermano que nos viene de fuera en nombre del Señor, es acogerlo mejor que a un turista. Aquí ya no es sólo cortesía lo que derrochamos, sino la caridad cristiana en su más pura esencia.
Como Malta y Roma, nosotros aceptamos, guardamos y vivimos la Palabra del Señor que nos trajeron tantos y tan señalados apóstoles de nuestra historia. Nuestros ascendientes supieron acogerlos, ¡y qué rica herencia nos dejaron con nuestra fe!…