Hoja perenne y abundante fruto

14. diciembre 2018 | Por | Categoria: Narraciones Bíblicas

Los seis últimos días de la vida de Jesús —desde la entrada triunfal en Jerusalén hasta el viernes cuando muere— están llenos de episodios dramáticos.
La lucha de Jesús con los jefes del pueblo —los sumos sacerdotes, los escribas, fariseos y herodianos— alcanza momentos de tensión muy alta. Jesús no se rinde. Sabe que tiene los días contados, y debe dejar concluidas todas las enseñanzas que ha de legar al mundo. La lección de hoy la va a dar con un gesto simbólico de suma importancia: ¿Qué va a ser del pueblo de Israel? ¿Qué hay que hacer para evitar extremos semejantes?… (Mateo 21,20-22; Marcos 11, 20-26)

La entrada en Jerusalén, entre los gritos, las palmas y el frenesí del pueblo, ha sido agotadora. Los jefes están que estallan. Quieren acabar con el joven Maestro de Nazaret, pero no saben cómo hacerlo, pues todo el pueblo está pendiente de sus labios cuando enseña, y ahora, además, sueña en Él como el Mesías enviado por Dios.

Al atardecer, Jesús da un vistazo al Templo, deja que el gentío se disperse, y, acompañado de los Doce, se retira a la paz de Betania. Regresa el lunes por la mañana. Por lo visto no se ha desayunado bien, y siente hambre. Para satisfacerla, se dirige a una higuera del camino para comer algunos higos. El árbol está precioso, lleno de hojas verdes y flamantes. Pero, ¿higos? Ni uno sólo. Entonces Jesús la maldice con desdén:
– ¡Nunca jamás produzcas más fruto!

Prosigue el camino hasta Jerusalén, donde pasará el día enseñando entre los pórticos del Templo. Al atardecer, de nuevo hacia Betania, a la casa de los queridos amigos Lázaro, Marta y María. El día siguiente, al llegar a la higuera de la mañana, Pedro se da cuenta de cómo se ha secado de raíz, y comenta con su espontaneidad de siempre:
– ¡Maestro, mira! ¡Mira cómo la higuera que maldijiste ayer se ha secado del todo!

Jesús no ha hecho más que un acto simbólico. La higuera no podía tener fruto porque no era todavía el tiempo, observa sensatamente Marcos. Pero la pobre higuera la pagó… Todas las exuberantes hojas caídas, sin higos para siempre, y el tronco reseco y carcomido, apto sólo para ser echado al fuego…
Jesús no lo dijo, pero sabemos lo que con ese gesto duro quería enseñar:
– ¿La sinagoga? Estéril del todo. Todos esos jefes del pueblo no son sino árbol con hoja frondosa, pero sin ningún fruto para Dios. Está encima el castigo irremediable.

Con esta enseñanza tácita, no expresada con palabras, añade el Señor lo que será para nosotros eterna lección. Adivinamos muy bien su pensamiento:
– ¿No queréis vosotros que os pase lo mismo? ¿Queréis ser siempre árbol frondoso, bello, fecundo, con frutos para ser servidos en la mesa del mismo Dios? ¡Tened fe, mucha fe, y regad siempre la planta con el agua vivificante de la oración!
Por eso añadió Jesús:
– Os digo seriamente, si tenéis fe y no dudáis, no sólo haréis lo de la higuera, sino que si decís a este monte —y señalaba con la mano el monte de los Olivos—, si le decís: quítate y échate en el mar, lo conseguiréis.
– Señor, ¿y cómo podrá ser eso?
– Con la oración. Cualquier cosa que pidáis con fe en la oración, creed que la obtendréis. Lograréis todas las cosas que pidáis en la oración.

Israel, higuera seca. Pero sabemos que la separación de Israel y su alejamiento del Reino es solamente parcial y temporal.
Parcial, porque Dios confiere la fe a los que escoge de Israel, el primer llamado a la salvación, como diciéndoles: ¡No, yo no los rechazo! La puerta la tienen todos abierta.
Y temporal, porque un día, conocido sólo de Dios, el pueblo elegido reconocerá a Jesús como el Cristo prometido a sus padres, y lo aceptará hasta dar frutos copiosísimos en una sobreabundante plenitud de gracia, dice San Pablo (R. 11,12)

Para nosotros, este hecho de la higuera encierra una lección también severa. Hemos recibido la fe, ¿pero la conservamos como es debido? Todos los pueblos, antes cristianos, ¿se mantienen en la fe que recibieron de evangelizadores llenos de Dios? ¿No juegan muchos con la fe de su bautismo? Como individuos y como pueblo, ¿producimos el fruto que Dios espera legítimamente de nosotros?…

Para saber mantenernos en la fe, necesitamos el riego de la gracia por la oración. Tanto las personas individuales como los pueblos pierden la fe por el abandono de la oración, por el alejamiento del culto, por la apatía en la observancia de Día del Señor. Al no rezar a Dios, se va perdiendo la memoria del Señor y se corre el peligro, grave, muy grave, de olvidarse de Dios completamente.

Pasa todo lo contrario cuando hay fe y se vive de la oración. Los frutos de vida cristiana están a la vista de todos, y son el testimonio fehaciente de la complacencia de Dios.
La fe cristiana y católica la mantenemos a toda costa.
La oración la practicamos siempre con entusiasmo, con constancia, con espíritu ferviente.

Cada vez que venga el Señor Jesús a nosotros en busca de refrigerio, ¡y ojalá venga muchas veces!, encontrará ese refrigerio que Él anhela. Porque la fe firme y la oración constante mantienen la planta en toda su lozanía y sazón…

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