El honor de una mujer
29. marzo 2019 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: Narraciones BíblicasCuando leemos en la Biblia el libro de Daniel, nos encontramos con la tradición de la que hemos llamado siempre “la casta Susana” (Daniel 13,1-64), una mujer de singular belleza, exquisita piedad y esposa de Joaquín, judío rico, que habitaba en una espléndida mansión, en la cual se reunían cada día para sus pleitos todos los judíos desterrados en Babilonia. Al frente del pueblo, y elegidos democráticamente, estaban los dos jueces de aquel año, dos viejos perversos, que se enamoran perdidamente de Susana, y trazan entre sí un plan criminal para satisfacer la lujuria que los corroe. Los dos se hablan confidencialmente:
– ¿Tú la quieres igual que yo, verdad? Entonces, dime si te parece lo que te propongo. Conocemos bien la casa y el jardín. Cada día, una vez se ha ido la gente que viene con sus asuntos, esto se queda sin nadie. Susana aprovecha el calor sofocante del mediodía para bañarse y descansar. Despide a sus doncellas que le traen los ungüentos y perfumes, cierran todas las puertas, se salen por la trasera del jardín, y Susana se queda siempre sola. Nosotros nos escondemos, y cuando nadie nos vea, nos acercamos a ella, que no nos va a resistir, claro está.
La Biblia había dicho antes que esos jueces viejos se hacían pasar por guías del pueblo, pero eran los que traían todos los males sobre los habitantes judíos de Babilonia. Y ahora demostraban toda su perversidad contra una mujer inocente. El plan trazado lo ejecutaron a perfección.
Llega Susana al jardín, despide a las muchachas, y, al quedarse sola, los dos viejos salen de su escondite, y la rodean ebrios de pasión:
– Mira, estamos solos. Enamorados ti, queremos estar contigo. No nos dirás que no, ¿verdad? De lo contrario, daremos testimonio contra ti, diciendo que, estando sola, un joven vino a ti, y que por eso habías despedido a tus doncellas.
Susana sabía bien la ley de Moisés. Dos testigos contra una adúltera, y venía sin remedio la condena a muerte: había de ser apedreada por todo el pueblo. Viéndose perdida, exclama con un gemido profundo:
– No tengo escapatoria. Si consiento, me espera la muerte; si me resisto, tampoco escaparé de vuestras manos. Pero prefiero caer en vuestras manos sin hacer el mal, antes que pecar delante del Señor.
Aquí Susana recoge todas sus fuerzas, y lanza un grito estentóreo. Pero los dos viejos gritan fuerte también, y uno echa a correr para abrir la puerta del jardín. Ante los gritos, acude toda la servidumbre, para escuchar aterrados y llenos de vergüenza lo que jamás habrían sospechado de su dueña:
– Miren, miren todos la puerta por donde se ha escapado el joven que estaba con ella. Lo podremos atestiguar delante de todo el pueblo.
Y así lo hacen al día siguiente. El esposo y toda la familia de Susana están que no pueden más, llorando a lágrima viva, al verla también llorando a ella y con los ojos mirando al cielo. Los dos viejos, siguiendo el rito de la denuncia, ponen las manos sobre la cabeza de la acusada, y pronuncian su testimonio:
– Es cierto lo que hemos contado y lo que todos ya saben. Al sorprenderlos en el jardín, y escandalizados por semejante infamia, nos presentamos ante ellos, pero como el joven era más fuerte que nosotros, no lo pudimos detener. Le preguntamos a ésta quién era él, y no nos lo quiso decir. ¡Esto es lo que pasó!
Ante semejante testimonio, nada menos que el de dos ancianos, y, encima, los dos jueces del pueblo, la asamblea condena a muerte a Susana, que grita con todas su fuerzas:
– Oh Dios eterno, tú sabes que éstos dan testimonio falso contra mí, y ahora voy a morir, inocente de todo lo que me acusan. ¡Sálvame!
Era inútil toda apelación. Susana es sacada fuera al descampado, para ser apedreada por toda la multitud.
Pero, en medio de la terrible comitiva, está el joven Daniel, que grita lleno del Espíritu de Dios:
-¿Qué es lo que van a hacer? Separen lejos uno de otro a esos dos viejos acusadores, que yo los voy a juzgar. ¡Traigan al primero!
Y ya con él delante: -A ver, tú, envejecido en años y en maldad. ¿Bajo qué árbol los viste juntos a los dos? ¿Lo recuerdas bien? -Sí, estoy seguro. Bajo una acacia.
Y Daniel: – ¡Está bien! Puedes tú marchar, y verás la que espera. ¡Que traigan al otro! Y la misma pregunta, tan sencilla y tan astuta: -Oye tú, engendro de Satanás. ¿Bajo qué árbol estaban juntos? Lo debes recordar bien, ¿no?… -Sí, lo recuerdo muy bien: Bajo una encina. Allí estaban, y allí los sorprendimos.
Daniel no tiene que seguir más. Al darse cuenta la gente de la contradicción —encina-acacia—, prorrumpe en gritos jubilosos: -¡Bendito Dios, que salva a los que confían en Él!… Y allí mismo, sentenciados a muerte los dos falsos y lujuriosos acusadores, quedaban sepultados bajo un montón de piedras.
Esta página de la Biblia nos muestra el triunfo de la confianza en Dios, el cual no le podía fallar a la inocente Susana, aunque fuera recurriendo a un verdadero milagro de profecía con Daniel. Aquí vemos cómo el inocente se salva siempre, por difíciles que sean las circunstancias en que se halle; mientras que el malo, el obstinado que no reconoce su culpa, en un momento u otro la paga….
Para resaltar el valor de mujer tan extraordinaria, la Biblia nos presenta a Susana como casada joven, singularmente hermosa, queridísima de sus padres, adoración de su esposo, orgullo de sus hijos. Puesta en ocasión tan grave, prefiere mil veces morir, fiel a su Dios, antes que manchar su conciencia con la culpa y echar un borrón sobre su honor de mujer.
¡Qué mujer ésta!, nos repetimos todos ante la figura de Susana. Y no digamos que no ha tenido imitadoras —porque son muchas y muchas—, en los recuerdos de su pueblo y en la historia de la Iglesia. A cada una, le rendimos el mismo homenaje que la Biblia ofrenda a la Judit inmortal: Tú eres la alegría de Israel; tú, el orgullo de nuestro pueblo…