Corinto
12. abril 2019 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: Narraciones Bíblicas¿Cuántas veces oímos en la Iglesia el anuncio de las cartas de San Pablo a los Corintios? La Iglesia de Corinto señala un momento singular en el apostolado de Pablo, que fundó en esta ciudad de la Grecia una comunidad magnífica, en medio de enormes dificultades y también de alegrías muy grandes (Hechos 18,1-17)
Llegaba Pablo desde Atenas, donde había fracasado —pues su predicación en el areópago no había conseguido nada—, y ahora se mete en una ciudad comercial, con doble puerto, en la que se aglomeran gentes de toda clase social: ricos comerciantes, obreros del puerto, vagabundos y ociosos en abundancia.
Todos sus habitantes vivían rendidos a los dos dioses de la ciudad: el dios Dinero y la diosa Lujuria. Corinto era famosa por su vida licenciosa. En su acrópolis se levantaba el templo dedicado a Venus, que contaba con más de mil “sacerdotisas”, es decir, mil prostitutas que ejercían su oficio como un culto, y que habían convertido a Corinto en la ciudad más licenciosa del Imperio.
En este mundo se mete ahora Pablo, con audacia casi divina. “Llegué a vosotros —escribirá más tarde— sin más apoyo que Jesucristo, y Jesucristo crucificado. En medio de mi debilidad, iba yo lleno de miedo y de temor” (1Cor. 2,1-5). Al principio, hasta pasa necesidad. Aunque Dios viene pronto con su providencia, al encontrarse con un matrimonio, Áquila y Priscila, comerciantes que viajaban de continuo, y fabricantes de telas para tiendas de campaña. Pablo, que conocía este oficio, se puso a trabajar con sus propias manos, para no ser gravoso a nadie.
Hasta que llegan de Macedonia Timoteo y Silas, que le traen tan buenas noticias de Tesalónica y la ayuda de la Iglesia tan querida de Filipos. Reconfortado en su espíritu, y libre económicamente, aunque siempre en pobreza, Pablo se da de lleno a la evangelización.
Empieza por los judíos, como primeros destinatarios del mensaje, y proclama sin miedos, a judíos y griegos: -¡Jesús es el Cristo! ¡Es el Salvador enviado por Dios!… Conquista para el Evangelio a Crispo, el jefe de la sinagoga, lo cual enfurece a los judíos, que le oponen dura resistencia.
Pablo no se intimida, rasga ante ellos sus vestiduras en gesto de indignación divina, y les anuncia: -¡Soy inocente de vuestra perdición! Yo, me vuelvo desde ahora a los gentiles. Se instala en la casa de Ticio Justo, un pagano convertido, y empieza la difusión prodigiosa del Evangelio en la ciudad. Cada día hay nuevas noticias:
– ¡Han abrazado la fe Gaio y Fortunato!… ¿Sabes? También ha creído Erasto, el tesorero de la ciudad… Y también Tercio, el magnífico amanuense… Y Cloe, mujer tan rica y tan buena… ¿Y no se han enterado? El Evangelio se ha metido ya en Cencreas, la ciudad del puerto, donde está esa gran diaconisa Febe, y se está extendiendo también por toda la región de Acaya…
Todo esto eran noticias muy buenas. Pero la fe penetraba sobre todo entre el pueblo más humilde, y cada día se engrosaba con él la comunidad de los creyentes, de manera que Pablo les escribirá más tarde:
– “Miren quiénes fueron los llamados. Pues no hay entre vosotros muchos sabios según los criterios del mundo, ni muchos poderosos, ni muchos nobles. Al contrario, Dios ha escogido lo que el mundo considera necio, para confundir a los sabios; ha elegido lo que el mundo considera débil, para confundir a los fuertes; ha escogido lo vil, lo despreciable, lo que no es nada a los ojos del mundo, para anular a quienes creen que son algo” (1Corintios 1,26-28)
¿Está Pablo satisfecho? Sí. Pero son tantos los desengaños, tanta la fatiga, tanta la persecución especialmente de los judíos, que un día se le tiene que aparecer el Señor para animarlo: -¡Pablo! No temas, sigue hablando, no te calles, porque yo estoy contigo, y nadie te podrá hacer ningún mal. Hay muchos en esta ciudad que llegarán a formar parte de mi pueblo.
La persecución de los judíos llega a un punto que pudo ser fatal para Pablo, pero acabó de manera casi cómica. Agarran un día a Pablo, lo arrastran hasta el tribunal del Procónsul romano, y empieza la acusación, igual que la de los de Jerusalén con Jesús ante Pilato:
– Traemos aquí a éste para que lo juzgues. Es un individuo que no trata sino de persuadir a todos para que den a Dios un culto contrario a la ley.
Pablo quiere empezar su defensa, pero no hace falta. Porque el Procónsul, frío y con mucha flema, se los echa bonitamente de encima:
– Si se tratase de un delito o crimen grave, yo os escucharía como es debido; pero tratándose de cuestiones de vuestra ley, allá vosotros. Yo no me meto en juez de estas cosas. ¡Y ya están todos fuera de aquí!
Se amotinan los mismos acusadores, agarran a Sóstenes, el jefe de la sinagoga, lo muelen a palos ante el mismo tribunal, y el Procónsul contempla la escena sin hacerles ningún caso…
Al quedar Pablo libre, dejaba Corinto después de dieciocho meses de un apostolado sin igual.
Por las cartas que Pablo escribirá a los fieles de Corinto, y que leemos tanto en nuestras celebraciones, sabemos lo que fue aquella Iglesia privilegiada. A pesar de sus graves defectos, el Señor se formó en ciudad tan corrompida una Comunidad cristiana de primer orden. Los carismas del Espíritu Santo florecieron allí de manera singular.
Pablo encontró en Corinto —¡la gran ciudad de la diosa Lujuria!— muchas almas generosas que, por amor al Señor, se abrazaban con la virginidad para toda la vida, hasta que Pablo se vio obligado a llamarles la atención y aconsejarles prudencia.
Allí Pablo contó con colaboradores del Evangelio muy entregados.
Y, para nosotros, la Iglesia de Corinto nos mereció dos cartas luminosas del Apóstol, que son alimento constante de nuestras almas.