El culto del corazón
5. abril 2019 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: Narraciones Bíblicas¿Qué imagen nos hemos formado del Templo de Jerusalén, el centro en el que convergía toda la vida de la nación? El Templo que conoció Jesús, restaurado por Herodes el Grande, era el orgullo de Israel. No había pueblo que pudiera gloriarse de construcción semejante. Aquel templo era el lugar sagrado por antonomasia. Allí habitaba Dios. Allí estaba el único altar donde podía colocarse una víctima para ser ofrecida al Señor. Allí escuchaba Yavé las oraciones del pueblo.
Los judíos que vivían dispersos por todos los rincones del mundo entonces conocido, no tenían ilusión más grande que llegar un día a ver al Dios de Israel en su propio Templo de Jerusalén, donde se mezclaban con todos los habitantes de la Palestina, que venían en peregrinaciones imponentes para las grandes fiestas de la Pascua, de Pentecostés, de los Tabernáculos y de la Dedicación.
Allí llegaban todos en procesiones jubilosas, cantando con ardor: -¡Qué alegría cuando me dijeron: vamos a la casa del Señor!
Y se llenaban de emoción al tener a la vista el Templo grandioso: -¡Ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén!…
Así era. Así lo hacía Jesús cada año desde niño con María y José, rebosando de alegría como el judío más ferviente. Pero un año, al llegar a Jerusalén con sus primeros discípulos, la cosa cambió por completo.
El gozo de Jesús podía ser muy íntimo al encontrarse en la casa de su Padre, pero esta vez se le nublaron los ojos de pena, se le exaltó el ánimo, se encendió en cólera, y quiso dar una lección muy severa.
La enorme explanada del Templo y sus atrios rebosaban de gente piadosa, era cierto. Pero, junto a los devotos innumerables, allí estaban los traficantes que hacían sus pingües negocios con los animales destinados a los sacrificios. Se hablaba, se gritaba, se discutía acaloradamente por los precios:
– ¡Este ternero tan cebado, por veinte denarios nada más!… ¡Este par de palomas, sólo por un denario!… ¡Este cordero para el sacrificio pascual lo doy yo más barato que nadie!…
Corría el dinero como nunca, y las arcadas del Templo cobijaban un mercado de proporciones inauditas en aquellos días de la Pascua.
Jesús, que tantas veces había contemplado con tristeza espectáculo semejante, ahora lo mira todo con enojo creciente y lanzando chispas con sus ojos. Y al verse revestido con la autoridad del Mesías, del Cristo que Dios enviaba al mundo, y agarrando unos cordeles, confecciona un látigo duro, resistente, y empieza a repartir golpes a diestra y siniestra: -¡Fuera, ladrones! ¡Lejos de aquí, canallas!… ¡A otra parte con esos animales!…
Vuelca las mesas de los cambistas, ruedan por el suelo las monedas, se desparrama todo el dinero, mientras Jesús grita para que todos le oigan bien:
– ¡La casa de mi Padre es casa de oración, y vosotros la habéis convertido en cueva de ladrones!…
Todos lo que contemplan la escena violenta quedan atemorizados. Los discípulos, y los judíos piadosos que discurren, atribuyen a Jesús las palabras de la Escritura: El celo de tu casa me devora. Por el contrario, los negociantes maldicen y exigen justicia a las autoridades del Templo, que no tardan en presentarse con los guardias ante aquel atrevido galileo, al que preguntan sorprendidos y enojados: -¿Con qué autoridad haces tú esto? ¿Qué señal nos das para decir que esto lo haces de parte de Dios?
Jesús no se inmuta. Y responde sereno: -¿Qué milagro puedo hacer yo?
Señala su propio cuerpo, y añade: -Destruyan este templo, y en tres días yo lo vuelvo a edificar.
No podían pensar aquellos sacerdotes y doctores de la Ley que Jesús hablaba de su futura resurrección, y le contestan con incredulidad y desprecio:
– Ha costado cuarenta y seis años edificar este templo, y, una vez destruido, ¿tú lo reedificas en tres días? ¿Por quién te tienes?…
Ahora hablan así. Pero, una vez muerto Jesús, se acordarán muy bien de esta palabra, y pedirán a Pilato: -Pon guardia en el sepulcro durante tres días. No vaya a desaparecer el cadáver, y el último engaño venga a ser peor que todos los anteriores…
Es imponente, a la vez que extraño, este proceder del bonísimo Jesús. ¿Qué significaba este gesto?… Jesús venía a purificar el culto de Dios. No podía seguir aquello que Israel hacía sólo en sombra, esperando la venida del Cristo prometido. Debían desaparecer todos aquellos sacrificios, demasiado materiales, y que, encima, en los días de Jesús, se convertían en ocasión de negocios inadmisibles.
El culto que Dios quería era el culto del corazón. Era la plegaria ardiente que sale de labios puros y de espíritus arrepentidos.
El culto que establecerá Jesús en su Iglesia se centrará en su propio Cuerpo Resucitado, que lo dará en el Sacramento del Altar. Será el mismo sacrificio de la Cruz, renovado incesantemente sobre el altar, y que abarcará todos los confines del orbe, desde el oriente al occidente, desde el norte al sur (Malaquías 1,11)
La fe en la presencia del Señor, nos exigirá a los creyentes un respeto grande a la casa del Señor. La iglesia, punto de reunión para la celebración del culto cristiano, será siempre un lugar sagrado, precisamente porque allí está el Señor, y porque la oración que sale de los corazones exige un recogimiento que no se compagina con el estruendo ensordecedor de un lugar de diversión.
En la Iglesia escuchamos la Palabra, hablamos, rezamos, cantamos, vivimos la alegría cristiana; y lo hacemos todo con gozo intenso a la vez que con respeto sumo. Jesús está en medio de nosotros sonriente, feliz, e impartiendo bendiciones a puñados, porque sabe y ve que hacemos del templo lo que Él quería: una casa de oración, en la que hablamos con Dios nuestro Padre…