En Babilonia

21. junio 2019 | Por | Categoria: Narraciones Bíblicas

El hecho más doloroso, y también uno de los más importantes de la Biblia en el Antiguo Testamento, es sin duda alguna el destierro de Babilonia. Si fue un castigo enorme de Dios para el pueblo, fue también una purificación ejemplar, que daría después origen al Judaísmo, y configuraría para siempre en la Historia al pueblo de Israel (2Reyes 24-25).
Las diez tribus que constituían el Reino del Norte, con capital en Samaría, habían sido ya deportadas a Asiria hacía más de cien años. Desaparecido el Reino de Israel, quedaba al Sur el Reino de Judá, con su capital en Jerusalén, trono de Dios por su grandioso Templo y gloria máxima del pueblo escogido.

Pero Judá distaba mucho de ser fiel a Dios, y un día u otro la iba a pagar también. Los profetas enviados por Dios —Jeremías, principalmente— no se cansaban de avisar gravemente, quitándoles a todos de la cabeza aquella falsa seguridad que les causaba la casa de Dios: ¡El Templo de Dios, el Templo de Dios!, se decían neciamente. Y con el Templo de Dios se veían seguros ante cualquier invasor.
Fuera de algún rey que otro, todos iban cometiendo las mismas abominaciones. Se adoraba a los ídolos de los falsos dioses en las alturas; se practicaba la prostitución sagrada; se cometían todas las maldades imaginables. Hasta que Dios se dijo, como dice la Biblia:
– Expulsaré también a Judá de mi presencia, como expulsé a Israel, y rechazaré la ciudad de Jerusalén, que había elegido, y al templo del que había dicho: En él se invocará mi nombre.

Así fue. El rey Jeconías instigó a Nabucodonosor, rey de Babilonia, el cual mandó sus tropas que asediaron a Jerusalén. En mitad de la campaña se presentó el mismo Nabucodonosor, que causó una verdadera catástrofe.
– ¿Qué hacemos con el rey de Judá, con su madre, con sus hijos, con sus cortesanos, con sus jefes y sus criados?… ¡Todos cautivos a Babilonia!…
– ¿Qué hacemos con todos los tesoros del templo?… El oro, la plata, los vasos sagrados, ¡todo lo de valor a Babilonia, como botín de guerra!
– ¿Qué hacemos con los habitantes de Jerusalén?… Que se queden los pobres, los que no valen para el trabajo, los miserables; pero los ricos, los grandes y poderosos, los técnicos en herrería y cerrajería, ¡todos deportados a Babilonia!

En la devastada tierra de Judá quedaba como rey Sedecías, impuesto por el vencedor, y que seguirá con las mismas impiedades que sus predecesores.
Provocado otra vez Nabucodonosor, esta vez iba a ser la cosa mucho peor. Vencido el ejército judío, y hecho prisionero el rey, Nabucodonosor no tuvo piedad alguna.
– ¿Ese rey Sedecías? Degollad a sus hijos delante de él en mi presencia, y sacadle a él después los ojos. Ese será el último recuerdo de lo que haya visto, antes de ser deportado a Babilonia.
– ¿Y el Templo y la ciudad? Derribad las murallas. Requisad todo lo del Templo que tenga valor, y demoled el edificio desde los cimientos: que no quede nada en pie.
– ¿Y los habitantes de Judá? Dejad unos cuantos, los más pobres, los necesarios nada más para cultivar la tierra, y todos los demás han de ir cautivos a Babilonia.

No pudo ser más espantosa la catástrofe. Humanamente hablando, Judá había desaparecido para siempre. Los deportados a Babilonia lloraban, suspiraban por su tierra, seguían amando con pasión a su pueblo, como lo canta un salmo desgarrador, aunque preciosísimo (136):
– Junto a los canales de Babilonia nos sentamos nos sentamos a llorar con nostalgia de Sión; en los sauces de sus orillas colgábamos nuestras cítaras. Allí los que nos deportaron nos invitaban a cantar: “Cantadnos un cantar de Sión”. ¿Cómo cantar un cantar del Señor en tierra extranjera? Si me olvido de ti, Jerusalén, que se me paralice la mano derecha; que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti, si no pongo a Jerusalén en la cumbre de mis alegrías

Parecía que Judá había desaparecido para siempre. Pero un pueblo tan admirable como el judío no sabe morir. Sobre todo, Dios no podía faltar a su promesa, y mantenía viva por los profetas la esperanza del pueblo, sobre todo por Ezequiel:
– Yo abriré vuestras tumbas, os sacaré de ellas, pueblo mío, y os llevaré a la tierra de Israel. Y cuando abra vuestras tumbas y os saque de ellas, sabréis que yo soy el Señor. Infundiré en vosotros mi espíritu, y viviréis; os estableceré en vuestra tierra, y sabréis que yo, el Señor, lo digo y lo hago (Ezequiel 36,12-14)

El pueblo reflexionó.
Durante los setenta años que duró el destierro, se purificaron sus aspiraciones. Entendió mejor las promesas mesiánicas.
Trabajó hondamente en la formación de los libros sagrados.
Yvuelto a su tierra, empezó aquella fidelidad a Dios que todavía hoy nos pasma: en Israel no cabía otro Dios fuera de Yavé, el Señor.

Cuando nosotros leemos en la Biblia el destierro de Babilonia, reflexionamos instintivamente sobre lo que significan las desgracias que se echan sobre el pueblo, lo mismo si las producen las armas que si las causa un terremoto o un ciclón. Son, deben ser, una ocasión para purificar la fe en Dios.
Nuestra modorra, nuestra pereza, nuestra apatía en el cumplimiento de los deberes religiosos, necesitan de vez en cuando una sacudida fuerte.

Si por hallarnos demasiado bien nos olvidamos de Dios, ¿qué ganamos en la vida?… Si esas catástrofes nos vuelven a Dios, ¿qué perdemos con ellas? Los palos que nos caen sobre las espaldas pueden ser muy fuertes, pero son a veces unas grandes misericordias del Señor…

 

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