Los adioses de Pablo

7. junio 2019 | Por | Categoria: Narraciones Bíblicas

Pablo, después de su increíble apostolado en Éfeso, escribe a los Romanos una carta desde Corinto, y en ella les dice con satisfacción casi divina: “Desde Jerusalén y en todas direcciones, hasta llegar a Iliria, he dado a conocer el Evangelio de Cristo”. Sueña en el extremo Occidente, y añade: “Una vez cumplida esta misión, partiré para España pasando por vuestra ciudad” (R. 15,19 y 28)
Dios le va a colmar sus ilusiones, y Pablo cumplirá su propósito, pero de manera muy diferente a la soñada por él. Porque le esperan unos acontecimientos tan duros, que hacen estremecer.
Si la vida de Pablo ha sido hasta ahora la de un héroe, estos últimos años serán una verdadera pasión, que culminará con una muerte gloriosa. Hoy, lo vamos a acompañar en su último viaje a Jerusalén (Hechos 20-21)

Conocedor del hambre que se había echado sobre Palestina, Pablo ha organizado una gran colecta por todas las Iglesias del Asia y de Grecia para los hermanos de aquella Iglesia madre. Quiere llevar personalmente tanta generosidad y bendición, pero, junto con una gran paz en el alma, anidan en su corazón muy negros presentimientos, descritos tan bellamente por Lucas, su fiel acompañante.

En Tróade, se reúnen los cristianos el domingo por la noche, y Pablo habla y habla del Señor. Se prolonga la conversación sin que nadie se canse de escucharle, pero Eutiquio, un muchacho jovencito, se sienta en la ventana abierta, se duerme, cae a la calle desde un tercer piso, y muere en el acto. Lloros, gritos, lamentos, y Pablo baja a verlo, se echa sobre él, lo toma en sus brazos, y devuelve a todos la calma:
– ¡Tranquilos, y no alarmarse, porque está vivo!…
Y vivo lo presentaba a todos, que celebran felices la fracción del pan y se alargan hablando del Señor hasta el amanecer. ¡Qué noche tan llena de Dios!
En la Palabra y en la Eucaristía, encontraban sus delicias aquellos primeros cristianos.

Sin haber dormido, Pablo emprende la marcha hacia Mileto, donde reúne a los ancianos y responsables de la Iglesia de Éfeso, en una despedida conmovedora. Pablo habla con el corazón:
– He servido al Señor entre vosotros con toda humildad y con lágrimas. Y ahora, forzado por el Espíritu, voy a Jerusalén, sin saber lo que allí me espera. Eso sí, el Espíritu Santo me asegura en todas las ciudades por donde paso, que me esperan prisiones y tribulaciones. Pero nada me importa mi vida. Lo único que me importa es llevar a buen término mi carrera y el ministerio que he recibido de Jesús, el Señor: dar testimonio del Evangelio.

El único temor que le destroza el corazón es que se van a echar sobre la Iglesia falsos predicadores que arruinarán la obra del Señor:
– Yo sé que después de mi partida entrarán en medio de vosotros unos lobos feroces, que no perdonarán el rebaño. Por eso os encomiendo ahora a Dios y a su gracia, que tiene fuerza para hacerles crecer en la fe y para hacerles partícipes de la herencia reservada a los elegidos.
La escena resultaba demasiado emotiva. Caen todos de rodillas en la playa a la vista del mar, rompen en sollozos, y se echan sobre el cuello de Pablo, besándolo y abrazándolo: -No, Pablo; que no se cumpla eso que nos has dicho de que no te vamos a ver más. Lo acompañan hasta el barco, y el agitarse los brazos y secarse las lágrimas es el adiós definitivo de aquellos hombres que tanto se aman en el Señor.

En la última etapa del viaje, una vez desembarcados en Cesarea, mientras todo es alegría entre los hermanos, se presenta en el grupo Agabo, un cristiano que tenía el don de profecía, le quita el ceñidor a Pablo, se lo ata él mismo a sus pies y manos, y dice a todos: -Esto dice el Espíritu Santo: Así atarán los judíos en Jerusalén al dueño de este ceñidor y lo entregarán en poder de los paganos. Todos se alarman, y piden al apóstol: -¡Por favor, Pablo, no subas a Jerusalén!
Pero Pablo, más resuelto que nunca:
– ¿Por qué todos tratan de desanimarme con su llanto? Yo estoy dispuesto, no sólo a ser encadenado, sino a morir en Jerusalén por el nombre del Señor Jesús.

No hay nada que hacer con este Pablo valiente. Por Jesús, está dispuesto a hacer la oblación entera de su vida. En Jerusalén es recibido por los hermanos con grandes muestras de alegría. Entrega a la Iglesia de Jerusalén la gran colecta que ha hecho entre los cristianos venidos del paganismo, aunque sufre una vez más la incomprensión de los hermanos provenientes de la sinagoga judía. Pasan unos días nada más, y cae en manos de los dirigentes del pueblo, que juran matar a Pablo sea como sea.
Desde luego, que Pablo se muestra en este viaje un apóstol gigante, como no se ha dado otro. Empieza por dejarnos el recuerdo de esa carta a los Romanos, en la que estalla su amor incomparable al adorado Maestro, cuando pregunta desafiante: -¿Quién nos separará del amor de Cristo?…

Soñador empedernido, quiere llevar el Evangelio hasta el último rincón del mundo conocido…
No sufre el que los hermanos de Jerusalén padezcan hambre, ¡y qué colecta que hace por todas las Iglesias! Su caridad no le deja parar un momento…
Incansable en predicar el Nombre de Jesús, prolonga sus vigilias durante toda la noche…
El que es todo energía y posee un carácter indomable, se muestra en todos los momentos cariñoso, tierno, humilde, abnegado, hecho todo para todos a fin de ganarlos a todos para Jesucristo.

En todos los tiempos, y hoy más que nunca, quien quiere hacer algo por Jesucristo mira instintivamente a Pablo, el que dijo con humildad desconcertante (1Corintios 15,9): “Yo soy el más pequeño de los apóstoles”.
Pues, si llega a ser el más grande, no sabemos hasta dónde hubiera llegado…

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