La conjura del Sanedrín
26. julio 2019 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: Narraciones Bíblicas¿Cuál fue la última gota que hizo rebasar la ira de los jefes judíos contra Jesús? Por mentira que parezca, fue la resurrección de Lázaro, el milagro más resonante del Señor.
Hacía ya cuatro días que Lázaro estaba en la caverna del sepulcro. Y Jesús manda con autoridad:
– ¡Quiten esa losa que cierra la entrada!
Marta da un grito:
– ¡Maestro! ¿Cómo puedes mandar eso? Si lleva ya cuatro días dentro, y debe oler a peste…
Jesús se mantiene firme, y ordena imperiosamente:
– ¡Lázaro, sal fuera!
Pasmo, admiración, terror, entusiasmo… Todos los sentimientos se mezclaban entre los asistentes a la inaudita escena, cuando vieron salir del sepulcro al difunto de hacía varios días. ¡Dios, Dios, solo Dios puede hacer algo semejante!, se decían todos.
Sin embargo, la conclusión que sacaron los jefes de los judíos nos deja desconcertados. Cualquiera diría que ahora se iban a rendir ante Jesús, que lo iban a aceptar como el enviado de Dios, como el Mesías esperado por Israel, como el Salvador del mundo. Pues, no; ahora es precisamente cuando deciden de manera irrevocable acabar con ese peligroso y odiado Maestro de Nazaret…
Muchos de los judíos allí presentes, creyeron en Jesús, esto es cierto. Pero otros, imbuidos de un ánimo muy torcido, se presentan en Jerusalén, reúnen a los fariseos más fanáticos, estallan todos en cólera, y dicen en presencia de Caifás, el sumo sacerdote:
– ¿Qué hacemos? Este hombre hace demasiados milagros. Si lo dejamos así, todos correrán tras él, se armará una revolución, nos aplastarán los romanos, y desaparecerán el templo y la nación entera… ¡Venga, a tomar una resolución rápida!
Caifás se las tira de importante, y apostilla con aplomo:
– Vosotros no entendéis nada. ¿No os dais cuenta de que conviene, y hasta es necesario, que muera uno solo por el pueblo y no que se pierdan todos?…
Sin darse cuenta, Caifás decía más de lo que sabía, y estaba expresando el plan de Dios. Jesús, con su muerte, salvaría al pueblo elegido, y de todas las gentes formaría el nuevo Israel, el nuevo Pueblo de Dios.
Y viene la resolución temida:
– ¡Hay que prender a ese Jesús, y, cuanto antes, mejor! La Pascua está ya encima. ¿Cómo nos hacemos con él?…
Pero llegó la Pascua, y no tenían a Jesús todavía en las manos. Ya era tarde, y ahora se imponía un compás de espera. Los jefes están de acuerdo:
– Ahora en la Pascua, no; dejémosla pasar, pues se nos arremolinaría todo el pueblo, que está a favor de Jesús. Esperemos, con tal de que no se escape.
Sin embargo, cambian de repente todos sus planes. Cuando ya no faltaban más que dos días para la gran fiesta, se presenta Judas a los jefes, y les dice resuelto el traidor:
– ¡Yo lo pongo en vuestras manos! ¿Cuánto me dais por él?…
Era mucho descaro el de Judas, pero a los jefes les llenó de alegría. El dinero no les apuraba, pues lo pagarían todo con el que los fieles israelitas contribuían al culto del Templo. Y empieza el regateo:
– ¡Pido sesenta! -¡Eso es mucho! -¡No rebajo nada! -¡Treinta monedas de plata, y basta! Es lo que se paga por un esclavo, y ese Jesús no vale más!…
A nosotros no nos cabe en la cabeza ni el cinismo de los jefes judíos ni la horrenda traición de Judas. Pero así fueron las cosas, y, lo peor, que siguen siendo así en nuestros días.
Es cierto que Jesucristo tiene, y más que nadie, multitud de amadores: hombres y mujeres, ancianos como jóvenes y niños encantadores, que dan la vida por Él, que le rezan, que le siguen, que se juegan todo por su querido Jesús. Igual que aquel pueblo fiel de entonces y que daba miedo a los jefes…
Sin embargo, Jesucristo les estorba también a muchos. Jesucristo y su Iglesia, porque decir Iglesia es lo mismo que decir Jesucristo.
Basta dar un vistazo retrospectivo al recién acabado siglo veinte para ver los centenares de miles, y aun millones de mártires, a quienes les han quitado la vida por su fidelidad a Jesucristo.
Pero no hace falta ir a los que mueren bajo las balas ante el piquete de ejecución o en los campos de exterminio. Todas las campañas realizadas para extender la eliminación de la vida, la legalización de la inmoralidad sexual, o la implantación de falsas religiones inventadas por los hombres…, todo eso no es más que la repetición del grito aquel:
– ¿Qué hacemos con ese Jesús? ¡Hay que acabar con él!
Porque no se hace otra cosa cuando se va contra el Evangelio, contra la enseñanza de Jesucristo, contra la ley definitiva e inapelable que Él dio al mundo. Jesucristo ahora calla, sufre, muere en tantos de los suyos.
Un Papa Juan Pablo II —cuyo pontificado empezaba a dar miedo a tantos enemigos de Jesucristo y de su Iglesia— debía ser eliminado, y vino el atentado aquel de la Plaza de San Pedro. No era más que la comprobación de la lucha contra Jesucristo, iniciada por los jefes, que contaron y siguen contando siempre con traidores a lo Judas.
La lucha no ha acabado ni acabará hasta el fin. Pero, la sangre inocente que se derrama es la que fecunda la obra del Reino de Dios. Jesucristo, el que murió entonces y sigue muriendo ahora en los suyos, consigue su triunfo muriendo, porque a su muerte sigue siempre una resurrección…