Creo en la Iglesia

5. marzo 2020 | Por | Categoria: Iglesia

Cuando recitamos el Credo decimos como profesión de nuestra fe: Creo en la Iglesia. Creo en algo que me ha revelado Dios. Creo en la Iglesia, instituida por el mismo Jesucristo, con su Verdad, con sus Sacramentos, con su Jerarquía. Creo en ella porque es de Dios, no de los hombres. Creo en la Iglesia, en la que veo las personas y las instituciones, y adivino también la vida de Dios que corre por todos sus miembros y por todos esos canales que la distribuyen. ¡Creo, creo en la Iglesia!…

De niños, se nos preguntaba en el Catecismo:
– Tú, ¿qué eres?
Y respondíamos con una seguridad, una fe y un amor que eran la mayor glorificación de Jesucristo, salida de labios puros:
– Soy cristiano, por la gracia de Dios.
Esta fórmula, de tanta raigambre eclesial, tuvo después, para que no quedase duda alguna de nuestra fidelidad al Señor, esta interpretación tan certera:  
– Mi nombre, cristiano; y mi apellido, católico.
Y nuestra profesión de fe quedó para siempre fijada en estas palabras incontrovertibles:
– Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica.

¿Quién hace esta profesión de fe? No el Papa con los Obispos, los curas y las monjas.
Esta profesión la emitimos de la misma manera todos los miembros del Pueblo de Dios.
Porque todos somos iguales, miembros de un cuerpo único, no dividido, en el que puede haber funciones diversas, pero no privilegios de supremacía, y todos tenemos el mismo orgullo de pertenecer al Pueblo de Dios.
Nos ocurre en la Iglesia, como cristianos, lo mismo que en nuestra República como ciudadanos. Tenemos al Presidente como Jefe del Estado, los Ministros, los Gobernadores, los Alcaldes… que con nosotros, los demás ciudadanos, no forman sino una sola y única Patria, a la que todos pertenecemos por igual, con el mismo derecho y con el mismo orgullo.

* Estar convencidos de esto, es la manera mejor de proclamar que la Iglesia es UNA, una sola, que no está fraccionada en multitud incontable de iglesias y sectas. Porque Jesucristo no instituyó más que una Iglesia, a la que Él llamó: “Mi Iglesia”.

* A esta Iglesia Jesús le comunica la gracia y la santidad de que Él está lleno a rebosar. ¿Por qué es SANTA la Iglesia? Por eso: porque tiene por Cabeza a Jesús, que es santo, que tiene en Sí toda la santidad de Dios, y la hace descender a todos los miembros de la Iglesia.
Los que estamos unidos a Jesús somos santos porque Él es Santo.
En la Iglesia, por la debilidad humana, habrá siempre pecadores. Somos pecadores todos. Pero no nos falta nunca la gracia de la conversión, nos volvemos siempre a Dios, y, con la purificación que Él nos comunica, la Iglesia abunda siempre en santidad.  

* Cristo ha querido que su Iglesia sea CATOLICA. Es decir, está destinada a todo el mundo, es en todos lugares igual, y abarca la Verdad de Dios en todas sus partes, sin fallar en una sola siquiera. La Iglesia de Jesucristo no se limita a un lugar, a una nación, a un pueblo, a una raza o lengua, a una cultura determinada. La Iglesia Católica es de todos y para todos. Como tampoco se ciñe a creer unas verdades sí y otras no de las que enseñó Jesucristo. Sino que las abarca todas en su totalidad. El día en que la Iglesia dejara de aceptar una sola de las verdades enseñadas por Jesucristo dejaría de ser Católica.

* Y la Iglesia es también APOSTOLICA, o sea, la que se deriva de los Apóstoles, sobre los cuales, como dice San Pablo, se sustenta todo el edificio, con el mismo Jesús como piedra angular.
Es muy importante entender esto de que la Iglesia sea apostólica. ¿Qué hemos de pensar ante el hecho de tantas iglesias y sectas que se proclaman cristianas? La Iglesia de Cristo, la fundada por Él, es la que enlaza con los Apóstoles. Ya en el siglo segundo, el gran escritor Tertuliano desafiaba a los sectarios:
– Enseñadnos las listas de vuestros obispos, a ver si alguna de ellas enlaza con algún Apóstol…
Naturalmente, no enlazaba ninguna, sino con el fundador de una iglesia determinada, que era, por eso mismo, una iglesia sectaria, separada de la Iglesia de Cristo.

En nuestros tiempos, tenemos el caso brillante del héroe de la independencia de Irlanda. En el Parlamento inglés, un diputado le echa en cara el denigrante insulto: ¡Papista! Y O´Connell muy tranquilo:
– Sé que usted ha querido ofenderme con esa expresión. No sabe que, por el contrario, me ha hecho un gran honor. Usted me declara papista, y así me atestigua que mi fe se remonta, por la serie ininterrumpida de los Papas, hasta aquel primer Papa que fue constituido Jefe supremo de la Iglesia por Jesucristo, mientras que la fe de usted no sube más que hasta Isabel y Enrique VIII.

¡Creo en la Iglesia, que es Una, Santa, Católica y Apostólica!, repetimos con el Credo. Y nos llenamos de orgullo santo al proclamarlo. Con ello, damos gloria inmensa a Jesucristo, Fundador y Cabeza de la Iglesia.
¿Cuál es nuestro sueño dorado? Morir en el seno de la Iglesia. ¡Qué poco miedo inspira la salvación de quien entrega su espíritu al Señor en el seno de la Iglesia, de esa Iglesia Católica en la que ha creído y en la que ha perseverado hasta el fin!…
¡Señor Jesús, que vivamos y muramos en tu Iglesia!…

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