María en los Evangelios

13. abril 2020 | Por | Categoria: Maria

¿De dónde procede nuestra devoción a María? ¿Hacemos bien al honrarla tanto?…
Como muchas veces se nos quiere pedir cuentas por nuestro amor a María, hemos de saber dar razón de esa nuestra manera de ser y actuar respecto de la Virgen. No vamos a ciegas, ni mucho menos, al estar con la más pura tradición de la Iglesia en todos los siglos. Y hasta nos decimos lo que decía de sí mismo aquel gran Obispo de la televisión en Estados Unidos (Monseñor Fulton Sheen):
– Si la única acusación que nuestro Señor me hiciera en el Juicio fuese que había amado demasiado a su Madre, me sentiría entonces completamente feliz  

Esto nos pasa a los hijos de la Iglesia. Nos sentimos felices al amar a la Virgen María. Y ante los que pudieran enjuiciar mal este amor, nosotros nos preguntamos con sinceridad: ¿Tenemos motivos para que la devoción a María esté justificada y sea del agrado de Dios?… Pues vemos en María tales títulos, tales grandezas, tales maravillas realizadas por Dios, que caemos rendidos sin más ante sus plantas benditas.

Y esto, porque la fuente donde bebemos la información sobre María no es otra que el Evangelio. Nos lo atestigua todo el mismo Jesucristo, o, si queremos, nos lo dicta el Espíritu Santo, inspirador de la Sagrada Escritura. Entonces, si le preguntamos al mismo Espíritu Santo: ¿Quién es María según los Evangelios, inspirados por ti?, el Espíritu Santo se contentará con decirnos: Abre, y lee.

Y nada más abrir la primera página de Mateo, nos encontramos con esta afirmación: “María, de la cual nació Jesús” (Mateo 1,16). Como quien no dice nada, el Evangelio legitima de una vez para siempre nuestra primera y más grande profesión mariana: María es la Madre de Dios. La altura máxima a la que Dios ha elevado y puede elevar a una mujer.
– ¿Merece entonces veneración la Madre de Dios? ¿Puede no agradar a Jesucristo el que nosotros honremos de modo especialísimo a su Madre? ¿Nos puede regañar por ello?…

Lucas abre también su narración con la salutación del Angel: “¡Salve, la llena de gracia!” (Lucas 1,28). ¿Está llena? Luego no le falta nada para colmar la plenitud que puede caber en su alma. La fe del pueblo cristiano leyó siempre en estas palabras la Inmaculada Concepción de María. Sin ser Inmaculada, María no hubiera sido la “llena”, le hubiera faltado algo, no se hubiera dado la plenitud.
-¿No tenemos razón para pasmarnos ante la belleza sin igual de María, la única TODA pura, toda hermosa?… ¿No se siente Dios orgulloso cuando le felicitamos por esa maravilla?…

Nos completa el Evangelio a continuación ese “llena de gracia” con otro privilegio del todo singular. Expone María su duda acerca de la concepción de Jesús —pues, aunque prometida de José, vive en total continencia—, y recibe la respuesta tranquilizadora: “No temas. El Espíritu Santo descenderá sobre ti y te cubrirá con su sombra. Lo que nazca de ti será el Hijo del Altísimo” (Luc. 1,34-35).             
Por lo tanto, María es “virgen”. Es, sin más,  La Virgen, como la llamamos como si fuera su nombre propio. Eso de unir en una sola mujer la grandeza de la madre con los encantos de la doncella, el fruto con la flor, es una maravilla que no se ha dado antes de María ni se dará de nuevo jamás.
– ¡Y hay que ver cómo se ufana Dios, el divino artista, de esta su obra maestra!…

¿Y qué ocurre al pie de la Cruz? La que es Madre de Dios —por ser la Madre de Jesús, el Dios hecho hombre—, ahora es declarada Madre espiritual de todos los hombres: “Ahí tienes a tu hijo. Ahí tienes a tu madre” (Juan 19,26-27) Dios ensancha los senos del Corazón de la Virgen, la Madre más madre que ha existido, para que en él quepamos como hijos todos los redimidos.
-¿Puede prohibirnos Dios el amar a la que Él mismo nos dio por Madre?…

Otros pasajes del Evangelio revelan también grandezas singulares de María.
Si dice: “Aquí está la esclava del Señor” (Lucas 1,38), significa que María se ofrece a Dios para colaborar en la salvación del mundo. Es la gran Asociada a Jesucristo en el plan de la Redención.
Si dice: “Encontraron al niño con María, su madre” (Mateo 2,11), nos asegura que, al aceptar a María, hallamos siempre a Jesús.
Si dice: “Haced lo que él os diga”, (Juan 2,5), nos expresa que María nos lleva a Jesús, que evangeliza a Jesús, que no se nos queda para sí, sino que Jesús es la meta de nuestra misma devoción mariana.
Si dice: “Vino con ellos a Nazaret, y les estaba sujeto” (Lucas 2,51), nos demuestra que María fue la formadora de Jesús como hombre.
Si dice: “¡Dichosa tú, que has creído!” (Lucas1,45) y “María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón” (Lucas 2,51), nos pone a María como la gran creyente y la mejor conocedora de Jesús.
Si dice: “Me llamarán dichosa todas las generaciones” (Lucas 1,46), el Evangelio profetiza, aprueba, sanciona el culto que la Iglesia tributaba desde el principio y seguiría después tributando a María.

Todo esto dice el Evangelio sobre María. A quienes no están acordes con el amor, veneración y culto que los católicos tributamos a María, nosotros los católicos les podemos preguntar: ¿Y qué explicación dan ustedes a todos estos textos del Evangelio?…

Nosotros, orgullosos de la Madre que Jesucristo nos dio, hacemos nuestra la letrilla de un fino poeta, muy bien aplicada a María: Eres como el sol: –  cuando tú vienes, – se hace de día – en mi corazón (Manuel Machado)

Evangelio en mano, sabemos quién es María. Por eso la amamos. Por eso la veneramos. Porque Jesucristo mismo nos sigue diciendo: ¡Mira, mira a tu Madre! ¡Mira, mira qué grande y qué bella la hice para mí… y para ti!

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