María, la siempre Virgen
27. abril 2020 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: MariaEntre los discípulos más encantadores de San Francisco de Asís estaba Fray Gil, cuyas “florecillas” siguen llenando el ambiente de la Iglesia con perfume embriagador. Comenzamos hoy con una de ellas.
Un Padre del convento sabía mucha teología, y Fray Gil, Hermano lego, no había estudiado nada, pero estaba lleno de la luz de Dios. Con el Espíritu Santo por guía, aprendía más que en todas las escuelas.
Pues bien, el Padre aquel teólogo estaba con unas enormes dudas sobre la Virginidad perpetua de María. Los enemigos de María, entonces como hoy, lo primero que atacaban era la integridad de María, sobre todo después que tuvo a Jesús, por la interpretación errónea del Evangelio cuando habla de los “hermanos” de Jesús, aunque sabemos que para un hebreo eso de “hermanos” era lo mismo que “primos” o “parientes”.
Así la cosa, el buen Padre estaba lleno de angustias por lo que le decían los herejes de siempre, aunque él amaba mucho a María y quería, ¡no faltaba más!, que hubiera sido Virgen perpetua.
Fray Gil se entera de estas dudas del Padre, lo saca a la huerta, toma una vara, y golpea fuerte el suelo mientras dice estas palabras:
– María fue Virgen en la concepción del Hijo de Dios..
Al instante, brota de la tierra un lirio blanco, rutilante, hechizador.
El Padre se queda atónito, pero sigue Fray Gil, dando otro golpe en el suelo:
– María fue Virgen en el alumbramiento de Jesús.
Otro lirio que brota con una blancura rival de la del primero. No tiene bastante Fray Gil, y da ahora el golpe más fuerte:
– María permaneció siempre Virgen después del nacimiento de Jesús.
El tercer lirio que brotaba de la tierra era de hermosura celestial. Y no hay que decirlo, el Padre quedó pasmado, se le fueron todas las dudas, y siguió viviendo como hijo amantísimo de María.
Es posible que un hecho como éste valga más para convencernos del privilegio singular de María que todos los argumentos que podamos presentar. Aquellas “florecillas” de Francisco y de sus discípulos están atestiguadas de tal modo que nadie, ni de dentro ni de fuera de la Iglesia, las pone en duda. Y preguntamos: ¿Iba Dios a hacer milagros tan bellos y tan vistosos en defensa de una mentira? ¿Podía el Espíritu Santo fomentar una piedad basada en la falsedad?
Cuando nosotros confesamos la Virginidad perpetua de María lo hacemos, ciertamente, bajo el Magisterio de la Iglesia, que la ha enseñado siempre, y la Iglesia la ha profesado como verdad revelada por Dios. El primer testimonio del Evangelio lo tenemos en Mateo, el cual interrumpe la lista de los varones en la genealogía para decir: “José, esposo de María, de la cual nació Jesús” (Mt. 1,16)
Lucas es explícito del todo, al asegurar a María: “No temas, que el poder de Dios te va a cubrir con su sombra” (Lucas 1, 35)
Juan no dice nada al respecto. Pero nos puede hacer reflexionar muy seriamente cuando nos narra lo del Calvario. ¿Podía Jesús encomendar María como madre a Juan, si María hubiera tenido otros hijos? ¿Se concibe semejante desprecio a su Madre? Esto es inimaginable.
Si miramos la virginidad como un don especial de Dios, y María no permaneció virgen después de haber tenido a Jesús, una de dos: o Dios le retiró su don, o María prefirió no corresponderlo. Y las dos cosas son inconcebibles. Porque los dones de Dios, nos dice San Pablo, son sin arrepentimiento, irrevocables por parte suya (Romanos 11,29).
Dios no le retiró jamás a María su llamada a una virginidad íntegra y perpetua. ¿Y por parte de María? Sería tacharla de infiel y desagradecida hasta lo sumo a Dios si no hubiera perseverado en el propósito que manifestó en la Anunciación y le ratificó Dios.
Toda esta manera de pensar está muy bien, porque miramos siempre la Palabra de Dios, escuchamos al Magisterio de la Iglesia y hacemos mucho caso de la Teología. Pero, tratándose de la Virginidad de María, necesitamos muy pocas razones. El Pueblo de Dios, los creyentes sencillos, los llamados por Jesús “los limpios de corazón”, ven las cosas de Dios muy claras. Y cuando se ha tratado de confesar, cantar y defender la Virginidad de María, ese Pueblo de Dios se ha lucido siempre en sus manifestaciones.
Al decir con intención la palabra “defender”, viene el ejemplo clásico de Ignacio de Loyola. Aquel valiente militar ya se había convertido, aunque tendría que afinarse mucho en su vida espiritual.
Marcha montado en su mula hacia el santuario de la Virgen de Montserrat, donde velará armas a la Señora de sus amores, y en el camino se encuentra con un moro que niega la Virginidad de María. A Íñigo le hierve la sangre, y quiere partir por el medio al blasfemo musulmán. Ya espada en mano, duda: ¿Qué hago? ¿Lo querrá Dios, no lo querrá?…
Se adelanta el moro e Ignacio le va detrás, inquieto por la duda: ¿Lo mato? ¿No lo mato?… Y va a la prueba: Si la mula sigue adelante, no lo mato, señal de que Dios no lo quiere; si tira por el camino de al lado hacia el pueblo, le clavo la espada hasta la empuñadura…
Suerte para el moro que la mula tiró para adelante, suelta la rienda. De lo contrario, ¡pobrecito la que le esperaba!…
La Virginidad perpetua de María, unida a la blancura de su Concepción Inmaculada, hacen de María la belleza suprema salida de la mano de Dios. No hay “Miss Universo”, “Miss Mundo”, “Miss Internacional”, ni “Miss” alguna inventada por nosotros, capaz de vencer a María, que con hechizos divinos cautivó en sus redes al mismo Dios.
¡Qué Madre tan bella que tuvo Jesús!
¡Qué Madre tan bella que Jesús nos dio!…