Deudores de la Iglesia

14. mayo 2020 | Por | Categoria: Iglesia

Hablar de la Iglesia se nos convertido, gracias a Dios, en una costumbre a la que no renunciamos y con la cual queremos seguir adelante. Porque cuanto más penetramos en el misterio de la Iglesia tanto más nos adentramos también en el misterio de Jesucristo, que ha hecho de la Iglesia su Cuerpo Místico, misterioso pero real, en el que vive y por el que nos comunica la vida a todos los que nos hemos de salvar.

Ser hijos de la Iglesia es para nosotros una gloria, a la vez que es la mayor suerte, porque en la Iglesia tenemos todo lo que nos puede llevar y nos lleva de hecho a la vida eterna.

Uno de aquellos sacerdotes santos que rodearon a Santa Teresa de Jesús estaba muy afanado en descubrir todas las ramas y hojas del árbol genealógico de su familia, lo cual no deja de ser una curiosidad simpática. Al darse cuenta Teresa, le escribe con un poco de malicia:
– Padre, a mí me basta ser hija de la Iglesia Católica.
No podía confesar mejor su orgullo. Todos los títulos de las familias más nobles palidecen ante la grandeza soberana de pertenecer a la Iglesia, de ser Iglesia. La misma Teresa de Jesús, en el lecho de muerte, como quien hace declaración para conseguir su cédula de identidad antes de presentarla en la frontera, exclama:
– ¡En fin, Señor, soy hija de la Iglesia!

¿Tenía razón Teresa de Jesús al pensar y al sentir así? La respuesta nos la podría dar el Papa Pablo VI, que en una de sus catequesis luminosas nos dijo todo lo que le debemos a la Iglesia:
– A la Iglesia lo debemos todo. Ella nos ha engendrado a la nueva vida; nos ha dado la fe, y con su magisterio nos la conserva íntegra y fecunda; nos ha dado la gracia; es la dispensadora de los Sacramentos; nos ha dado la caridad, el ágape, la sociedad de los hermanos; nos une, nos educa en el amor; nos guía, nos defiende, nos dirige por los caminos de la esperanza; nos anticipa el deseo escatológico de la vida futura y nos hace gustar anticipadamente su felicidad (Pablo VI, 15 Junio 1966)

Un párrafo así extiende ante nuestros ojos un panorama espléndido que no cansa contemplar. ¿Qué ha sido, qué es y que seguirá siendo para nosotros la Iglesia?
Un precioso salmo de la Biblia arranca al poeta de Israel esta exclamación entusiasta, cuando ve a Jerusalén como la cabeza de todos los pueblos:
– ¡Todas mis fuentes están en ti (Salmo 86)
El cristiano toma con toda legitimidad estas palabras del salmo, profecía clara de la Iglesia —la Jerusalén celestial, como la llamarán San Pablo y el Apocalipsis, y le dirá también:
– Toda la riqueza que espero, toda la dicha, todos mis bienes, todo lo que soy y puedo llegar a ser, todo, absolutamente todo, está en ti, Iglesia amada.

Porque la Iglesia es que la nos ha dado la vida de Dios. Por eso la llamamos y es verdadera Madre. ¡Nuestra santa Madre Iglesia Católica!… Se nos llena la boca al decirlo así, igual que se nos hace mieles al llamar ¡Madre! A la bendita mujer que nos trajo al mundo.

En la Iglesia, que nos dio la fe, como se la pedimos en el Bautismo, tenemos asegurada esa misma fe que nos salva. Mientras permanecemos en la Iglesia Católica, no hay miedo de que fallemos en una sola de las verdades que Dios nos ha revelado.
Otros podrán caer en muchos errores y hasta negar muchas cosas que Dios ha manifestado. El católico no podrá hacerlo nunca, porque el Magisterio de la Iglesia, siempre en atención vigilante, es el custodio fidelísimo de la Palabra de Dios.

La Iglesia nos dispensa continuamente la Gracia, la vida de Dios, que se nos comunica y se nos acrecienta sobre todo por los Sacramentos, de un modo muy especial por la Eucaristía.
La Iglesia es la única depositaria del Cuerpo y de la Sangre del Señor, y ella nos lo alarga siempre como el Pan de los hijos. Quienes un día se alejaron de la Iglesia añoran el Sacramento de la Eucaristía, y no es extraño que, cuando vuelven, aduzcan como especial motivo de su regreso el hambre que sentían del Cuerpo del Señor.

* Hoy el mundo busca lazos de unión entre todos los pueblos. ¿Nos llegará a unir el anhelo de la paz? ¿Nos llegarán a unir los vínculos comerciales? ¿Bastan los acontecimientos deportivos mundiales, como unas Olimpíadas, para sentirnos hermanados?… Todo eso está muy bien.
Pero esos medios no nos darán nunca el amor ni esa estabilidad que el amor requiere. La Iglesia sí que es capaz de darlos. Y por eso se ofrece al mundo en actitud de servicio para procurar a todos los pueblos esos dones del amor y de la paz.

* La Iglesia, finalmente, nos hace mirar siempre adelante: hacia la meta última que Dios nos señala como término feliz de todo. Y lo hace con esperanza firme, con seguridad total, sabiendo que Jesucristo el resucitado glorificará a todos los hijos de la Iglesia, su Esposa amada. Por eso nos vigila tanto: para que no haya entre sus hijos ningún desaprensivo que, como Esaú, venda la herencia de la vida eterna por algo de menos valor que un plato de lentejas…

Teresa de Jesús, Doctora de la Iglesia, y que sabía muy bien lo que se decía, se dirigía a Dios con esta oración salida del alma, y que ahora hacemos muy nuestra:
– Gracias te hago, Dios mío, porque me hiciste hija de tu santa Iglesia católica.

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