Guadalupe
22. junio 2020 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: MariaMaría es “La Estrella de la Evangelización” de América, y el punto del cielo donde aparece más radiante es el Tepeyac: ¡La Virgen de Guadalupe!
La fe católica de México no se explica si le quitamos su Virgen guadalupana. Pero la influencia de la célebre aparición se extiende, y cada vez más, a toda nuestra América, que cifra sus esperanzas cristianas en la que, desde un principio, fue la sostenedora de su fe, esa Virgen cuyo “recuerdo permanente es su rostro materno y su imagen bendita, que nos dejó como inestimable regalo”, decía el Papa Juan Pablo II.
La aparición de la Virgen a Juan Diego está autorizada por una documentación rigurosa e indiscutible, de una riqueza literaria y espiritual extraordinarias.
Juan Diego es un indio que ha cumplido los cincuenta años. Lleva dos años de viudo, y su vida cristiana es auténtica de verdad. Piadoso, humilde, casto, fiel cumplidor de todos sus deberes. El sábado 9 de diciembre de 1531, muy de madrugada, roza la colina del Tepeyac, y oye cantares divinos que vienen de la cima: -¡No, no pueden ser para mí! ¿Soy por ventura digno de lo que oigo? ¿estoy acaso ya en el cielo?
De repente, una voz cariñosa: -¡Juanito, Juan Dieguito!
Sube al cerrillo, árido, reseco, pedregoso, y las escasas yerbecillas y espinas que allí se dan, brillan como piedras preciosas y ramitas de oro. Una Señora linda, amable, le sonríe: -Juanito, el más pequeño de mis hijos, ¿a dónde vas?
Al presentarse la Señora tan bonita y con aspecto tan joven, comparada con los cincuenta años que él tiene, Juan Diego la trata con ternura indecible: -Señora y Niña mía —“¡Niña mía!”, ¿nos damos cuenta?—, tengo que ir a tu casa de México a seguir las cosas divinas que nos dan y enseñan nuestros sacerdotes, delegados de Nuestro Señor.
Ya en esta primera aparición, le descubre María lo que quiere: -Deseo vivamente que se me erija aquí un templo, para mostrar en él y dar todo mi amor, compasión, auxilio y defensa, pues yo soy vuestra madre. Anda al Obispo, le dices lo que has visto, y le manifiestas lo mucho que deseo el templo aquí.
Fray Juan de Zumárraga, Franciscano, era un hombre bondadoso. Pero iba a tener que proceder con prudencia. La primera entrevista con el indio Juan Diego, fue correcta y hasta cordial, pero, naturalmente, el Obispo no creyó nada. ¿Qué pruebas podía tener de lo que le decía aquel indígena, buenecito, pero nada más?… Lo despide diciendo: -Te escucharé otra vez, hijo mío, para ver la voluntad del Cielo.
Una segunda aparición. Juan Diego sube al cerro, y se dirige angustiado a la Señora: -Señora, la más pequeña de mis hijas, Niña mía. Fui a donde me mandaste, y piensan que es invención mía eso de que quieres aquí un templo. Señora y Niña mía, ¿por qué no mandas a otro más respetado, a alguno de los principales, para que le hagan caso, pues yo no soy más que un hombrecillo, soy un cordel, soy una escalerilla de tablas, soy cola, soy hoja, soy gente menuda, y tú, Niña mía, la más pequeña de mis hijas, Señora, me mandas por donde yo no ando…
La Virgen sonríe ante una humildad tan encantadora, pero precisamente por esta humildad lo había escogido a él: -Te ruego, hijo mío el más pequeño, y con rigor te mando, que otra vez vayas mañana a ver al Obispo. Y dile que te envío yo en persona, la siempre Virgen María, Madre de Dios.
Nueva visita al Obispo, y nuevo fracaso. Juan Diego está arrodillado a los pies del prelado. Llora al exponerle la petición de la Virgen. Pero el Obispo, siempre bueno y comprensivo, medita: ¡Este indito es muy sincero!… Y le pide:
– Quiero alguna señal. ¡Que la Señora te dé alguna señal!…
Al día siguiente, martes 12, Juan Diego pasa al amanecer por el cerro, al pie del cual le espera la Señora. Pero empieza a hablar él: -Niña mía, la más pequeña de mis hijas. Señora, ojalá estés contenta. ¿Cómo has amanecido? ¿estás bien de salud, Señora y Niña mía?…
Aparte de su belleza y su ternura sin igual, un lenguaje como éste no se conoce en toda la literatura cristiana, signo de la autenticidad más seria.
La Virgen, que ha escuchado ese hablar tan tierno, le contesta: -Tu tío Juan Bernardino, para el que ibas a buscar un sacerdote que lo asistiera en su muerte, está curado. Tú sube ahora al cerro, allí donde me viste las otras veces, corta las flores que encuentres, júntalas y me las traes.
Juan Diego, extrañado: -¿Flores en este invierno tan frío, con un hielo tan crudo? ¿Dónde las voy a poder encontrar?…
El caso es que el cerro estaba cubierto de rosas de Castilla, fragantes y llenas de rocío. Las ve la Señora, y da la orden a Juan Diego: -Envuélvelas en tu manta, y llévalas al Obispo. No las enseñes a nadie, sino a él, y le cuentas todo lo que has visto y has hecho por orden mía. ¡Que se me construya aquí el templo que he pedido!
Todos hemos visto mil veces el cuadro que nos representa a Juan Diego soltando ante el Obispo Zumárraga la manta con las flores que se derraman en el suelo. Y los ojos pasmados del Obispo y de los presentes, cuando ven en la tilma de Juan Diego la imagen de una Señora con rasgos inexplicables.
Se acabaron las dudas. Y vino la orden apremiante del Obispo: ¡Todos a construir el templo cuanto antes!… Hasta que se terminó el templo, guardaba la tilma en su capilla el Obispo, que la mostraba a todos con profunda convicción: -¡Miren y veneren esta preciosa imagen, que ninguno de la tierra ha podido pintar!
Los milagros se sucedían uno tras otro. Hoy mismo, con descubrimientos que la ciencia no se explica, sigue el cuadro en la nueva Basílica, venerado por multitudes que lo visitan sin cesar. Juan Diego, el tierno Juan Diego, es venerado como santo en los altares. Y todos llaman a la Señora que aparece en el cuadro, tal como la Virgen le pidió al feliz vidente, Santa María de Guadalupe.