Con doce solamente

30. julio 2020 | Por | Categoria: Iglesia

Nadie duda de que la Iglesia Católica, aún mirada humanamente, es la institución más grande, disciplinada, robusta, autorizada e influyente del mundo. ¿Cómo se explica esto, si no tiene ningún poder temporal? ¿Quién fue el genio que la organizó y qué estructuras le dio para hacerla tan fuerte y tan robusta que es incapaz de deshacerse y desaparecer?

Cuando se le hacía esta observación a un filósofo malo, malo de verdad, y furioso perseguidor de la Iglesia con sus escritos y su propaganda, el conocido francés Voltaire —que se había propuesto la idea insensata de acabar nada menos que con la Iglesia—, comentó una vez furioso:
– Ya estoy harto de escuchar que bastaron doce hombres para introducir el cristianismo en el mundo. Yo voy a demostrar por fin que basta un hombre para destruirlo.
Lo curioso es que Voltaire murió hace ya más de dos siglos, y la Iglesia, sin hacerle ningún caso, sigue tan lozana en el mundo y disfrutando de muy buena salud…

Nosotros lo entendemos muy bien, porque sabemos el Evangelio. En la Iglesia está toda la fuerza de Dios. Jesús, el carpintero de Nazaret, se lanza a predicar al mundo la presencia del Reino de Dios, que lo trae Él mismo y lo quiere dejar establecido de manera perenne, hasta el fin de los tiempos.

Escoge para ello a doce hombres, noblotes y buenos, pero sin estudios especiales, trabajadores humildes y sin ninguna influencia en la sociedad. Los tiene consigo durante tres años, haciéndoles compartir su propia vida, enseñándoles su doctrina, y los manda después con esta misión:
– Id y predicad lo que yo os he enseñado… Os doy mi autoridad… Dispongo para vosotros el Reino, igual que el Padre lo dispuso para mí… Comeréis y beberéis en mi mesa, y seréis vosotros los que juzgaréis al mundo, los que gobernaréis a las doce tribus de Israel, es decir, a mi Iglesia, el nuevo Israel de Dios…
Jesús muere, resucita, se sube al Cielo, y deja aquí a esos doce hombres sin más defensa que la fuerza de su palabra. Con todo, llevamos ya dos mil años sin que se desmorone la obra de aquel carpintero y de aquellos pescadores y campesinos de Galilea.
¿Por qué será, y quién nos sabe responder?…

La elección de los apóstoles estuvo revestida de especial importancia en la vida de Jesús.
Se pasa la noche entera en oración. Habla con su Padre sobre todos y cada uno de los posibles candidatos. Piensa sobre sus cualidades, sobre su carácter, sobre las garantías que ofrecen.
Y llegado el día, escoge a doce entre los discípulos, se los queda consigo, los instruye, los forma, y les encomienda toda su obra.
Los doce son iguales, aunque pone al frente de ellos a Simón Pedro, como roca visible de esa Iglesia de la que Él, Jesús, es el fundamento invisible e insustituible.
Morirá Jesús, morirán los apóstoles, morirá Pedro, y, sin embargo, la Iglesia sigue sobre los mismos fundamentos.
Jesús, el Señor, la gobierna invisiblemente por su Espíritu.
Visiblemente, sigue su Vicario el Papa, sucesor de Pedro, como cabeza y lazo de unión de los Obispos, a los que confirma continuamente en la fe, como sucesores en bloque de los Apóstoles.
Y nosotros seguimos también descansando tan felices sobre una Roca que sabemos es indestructible…

Como hijos de la Iglesia, esta seguridad que tenemos se nos convierte en un compromiso. A nuestros pastores, el Papa y los Obispos, no solamente los admiramos y los amamos —sabiendo que en ellos admiramos y amamos al mismo Jesucristo a quien representan—, sino que los ayudamos en el cumplimiento de su misión. La Iglesia, por esos pastores nuestros, se mantendrá firme y estable, pero necesita siempre del trabajo de todos para su progreso y expansión. La Iglesia es de Dios, pero necesita de nosotros.

Un célebre investigador moderno, el francés Henry Fabre, siendo ya anciano, pasaba muchos ratos de charla con el Cura Párroco de su aldea campesina. Un día el Cura se le despide rápido:
– Perdone, pero tengo que ir a preparar el sermón.
– ¿Y de qué va predicar?
– Sobre la divinidad de la Iglesia.
– ¡Oh!, ese es un tema muy fácil.
– ¿Muy fácil?  Usted, señor Fabre, ¿qué diría?
– Muy sencillo. Yo le diría a la gente de nuestra aldea: tomen doce hombres, instrúyanlos durante tres años, y después mándenlos a la Plaza de la Concordia de París a fundar una nueva religión. Y después de dos mil años, invite usted a todos a que contemplen a ver qué ha pasado con aquellos doce campesinos y con la obra que ellos iniciaron…

El gran sabio sabía lo que se decía. Lo que proponía era un imposible. ¿Doce aldeanos a reestructurar París, toda Francia y después el mundo entero, y sin que su obra se destruya?… Eso es imposible para los hombres. Para Jesús no fue un imposible, y su obra, la encomendada a doce aldeanos de Galilea, todavía sigue…

¿Valoramos a nuestra Iglesia? ¿No estamos orgullosos de nuestra fe católica? ¿No nos apegamos cada vez con más fuerza a nuestros pastores, el Papa y los Obispos, a los que Jesús nos deja como Vicarios suyos, que hacen con nosotros sus veces?…

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