Ese “¡Dichosa!” tan extraño…
13. julio 2020 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: MariaHablando del Magníficat, el canto de la Virgen en el Evangelio, un escritor católico moderno muy conocido llama “aparentemente insensata” a la profecía aquella: “¡Me van a llamar dichosa, feliz, bienaventurada todas las generaciones”. Estas palabras las decía una muchachita de unos catorce o quince años, campesina, aldeana, de un despreciable rincón del Imperio Romano (Messori)
No, no es eso una profecía “aparentemente” insensata, sino “desconcertante del todo” si no metemos en esas palabras al Espíritu Santo. Pero fue el Espíritu quien puso tal afirmación en labios de aquella jovencita madre, las transmitió en la primitiva Iglesia y las inspiró a Lucas cuando escribía su Evangelio.
Y lo curioso es que se han cumplido al pie de la letra. ¿Hay alguna mujer, de cualquier pueblo o tiempo o lugar, celebrada como María?… Es inútil buscarla. Y así será hasta el fin. Mientras Jesucristo sea reconocido como el Salvador e Hijo de Dios, la Mujer que le dio el ser de hombre estará en labios de todos los creyentes, y la colmarán de alabanzas sólo por ser la Madre de Jesucristo.
Al pensar en Jesucristo, se piensa instintivamente en la Madre bendita que lo trajo al mundo.
Vaya como una comparación simpática lo que le sucedió a un rey de nuestros tiempos. Alfonso XIII va a la ciudad de Sevilla con su joven esposa la lindísima Victoria Eugenia, inglesa, y los sevillanos, con su lenguaje tan castizo, la aclaman entusiasmados: ¡Viva tu madre! ¡Olé tu madre!…
La nueva reina de España no entiende aquel lenguaje, y le dice extrañada a su esposo: -Pero, ¿cómo conocen a mi madre, la reina de Inglaterra, si nunca ha venido aquí? Y el rey, complacido: -Manera de hablar de los vivarachos andaluces. Al ver una reina tan bella, piensan en la madre que se la dio, y la colman de alabanzas. Las alabanzas a tu madre son alabanzas a ti.
Esto es lo que pasa con la Virgen. Toda alabanza a María es alabanza a Cristo. Y no inventamos los cristianos nada nuevo, pues esto es tan viejo como el mismo Evangelio. Lucas nos narra el grito que se alzó entre la multitud que escuchaba a Jesús: -¡Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te amamantaron! (Lucas 11,27). Aquella mujer de Galilea fue la primera en cumplir la “aparentemente insensata profecía” de la cadena interminable de alabanzas que caerían sobre la Virgen…
En nuestros días nos ha tocado escuchar el canto más grandioso en loor de María, entonado por el Magisterio de la Iglesia en el Concilio. Efectivamente, el capítulo dedicado a la Virgen dentro del misterio de la Iglesia, no tiene nada semejante en toda la enseñanza de veinte siglos. Según el Concilio,
María ocupa en la Iglesia, después de Cristo, el lugar más alto y a la vez el más próximo a nosotros;
María, la excelsa Hija de Sión, cumple la esperada plenitud de los tiempos al traernos al Salvador;
María se convierte en la “Madre de los vivientes”, al deshacer la obra de Eva que nos trajo la muerte;
María, en el discípulo amado, nos es dada como Madre verdadera por Jesús agonizante en la cruz;
María atrae en Pentecostés con su plegaria al Espíritu Santo, que es dado a la Iglesia;
María es aclamada una vez más en el Concilio como Madre de Dios, Virgen perpetua, Inmaculada y Asunta, dispensadora de la Gracia merecida por Jesús, digna de culto especial en la Iglesia, signo de esperanza cierta y de consuelo, hasta que llegue el día del Señor…
Y toda esta enseñanza, culminaba en el Concilio con un gesto del Papa Pablo VI que emocionó al mundo cristiano. En unión con todos los Obispos —muchos, más de tres mil—, en un acto colegial de todos los Pastores puestos por el Espíritu Santo al frente del Pueblo de Dios, el Papa declaraba a la Virgen María como “Madre de la Iglesia”, de los Pastores igual que de los fieles, de todos y cada uno de los creyentes cristianos, de todos los llamados a la salvación.
Esto nos ha tocado ver a nosotros. Esta dicha hemos tenido, que nos llena de gozo el alma y nos hace sentir orgullosos de la Madre que Cristo nos dio.
Todos los países católicos se glorían de amar a la Virgen, y lo curioso es que ninguna de las naciones cede a otra el puesto primero. Cada una se llama a sí misma “la tierra de María”, y cuidado con quitarle a ninguna semejante honor…
Empezando por las más clásicas. No se lo nieguen a un francés, porque les saltará en seguida: ¿Y la Medalla Milagrosa, y Nuestra Señora de las Victorias, y Lourdes sobre todo?… No se metan con un italiano, que les mostrará toda su tierra salpicada de templos y de advocaciones las más variadas de la querida “Madonna”… Cuidado también con los polacos si les niegan ser los primeros con su Virgen de Chestochowa… No digamos de los portugueses si les mencionan Fátima… ¡Y cuidado con decirle a un español que España no es la tierra de María Santísima!… Todos así. Eso en los países antiguos.
Si vienen a nuestra Hispanoamérica, ¡ay, pobre del que le negara a México el ser el primero de todos en amar a la Virgen, con su Guadalupe!… Y Argentina con Luján…; y Brasil con la Aparecida…; y Chile con Andacollo…; y Uruguay con la Virgen de los Treinta y tres o Paraguay con Caacupé…; y Venezuela con Coromoto…; y Colombia con Chiquinquirá…; y Ecuador con Quinché o Perú con Chapí o Bolivia con Copacabana…; República Dominicana con las Mercedes…; Honduras con Suyapa…; Costa Rica con Los Angeles…; Nicaragua con la Concepción…; El Salvador con la Paz…; Panamá con la Madre Inmaculada…; Guatemala con la Asunción y el Rosario…, y Cuba con El Cobre…
Hubiera sido “aparentemente insensata” la profecía de la Virgen en su Magníficat si no hubiera estado el Espíritu Santo bien metido en ella. Y si el Espíritu así lo dijo, y así lo quiso, ¿por qué no vamos a hacer eso de querer a María?…