Enamorados de la Virgen

17. agosto 2020 | Por | Categoria: Maria

¿Sabemos la historia de San Ildefonso, el Arzobispo de Toledo? A mitades del siglo séptimo apareció en el cielo de la Iglesia este Santo tan singular, llamado el “Capellán y Notario de María”. Sus escritos brillantes, sus sermones fogosos y la fiesta de la Virgen que estableció en el Concilio de Toledo, le merecieron ese nombre tan bello y tan entrañado: nada menos que ¡El Capellán de María!… El Cielo vino a confirmar con una aparición que se hizo célebre lo que Ildefonso había hecho por la Celestial Señora.

Era la noche del 17 de Diciembre, y en las vísperas de la gran fiesta de María la Madre de Dios, señalada por Ildefonso para el día 18, se organiza en la ciudad una procesión lucida. Participan en ella todo el clero, el rey en persona y multitud de fieles, todos con sus antorchas prendidas.
Se había echado encima la noche, y al entrar primeramente el clero en la catedral, una luz misteriosa la ilumina de repente. Se arma un espanto general, caen de las manos las antorchas, muchos huyen despavoridos, pero Ildefonso, el Arzobispo, sigue adelante hasta el altar. Muchos ángeles rodean la sede del Arzobispo, y, sentada en ella, una Matrona de belleza singular, que le hace señas: -¡Ven, acércate!
El Prelado no lo duda, y se presenta ante la Señora celestial, que le dice:
– ¡Muy bien por lo que has hecho conmigo y has escrito de mí! En prenda de mi cariño y agradecimiento, toma esta casulla. Es la tuya. Llévala.
Le sonríe la Virgen, y acompañada de los ángeles y santos que ha traído consigo, empieza a elevarse hacia el techo hasta que desaparece por completo. Todavía hoy, después de tantos siglos, una lápida colocada en el lugar de la llamada “Descensión”, recuerda la aparición con estas palabras:
– Cuando la Reina del Cielo puso los pies en el suelo, en esta piedra los puso.

Ocurría esto en el siglo séptimo, cuando la alta Edad Media se constituía social y políticamente en régimen feudal sobre toda la Europa que había surgido de entre las ruinas del Imperio Romano. Entonces, la señora de cada castillo, de cada región, venía a ser la mujer soñada, la mujer ideal, la mujer más querida. Cada señora tenía la categoría de reina, y los caballeros se rendían orgullosos a sus pies. La gente humilde sabía que en la señora tenía su amparo, su refugio, el corazón bueno que a todos socorría, y el pueblo se gloriaba al declararse esclavo de aquella a la que tanto quería.

Sabiendo esto sobre lo que era la señora, la dama, la reina de aquellos tiempos, se entiende la actitud de la Iglesia ante la figura de la Virgen María. Todos los fieles sabían por el Evangelio que la Virgen María es la Madre nuestra, porque Jesucristo en la cruz nos la dio por Madre.
Pero era una Madre Señora, una Madre Reina, y los fieles se enorgullecían de entregarse a la Virgen María como siervos, como criados, como sirvientes, como esclavos de amor.
Eran hijos de la Señora; eran esclavos de la Madre.
Todas las imágenes medievales de la Virgen, tan bellas, nos la muestran siempre en sus vestidos como Reina y como Señora. Y todas las oraciones e himnos a la Virgen de aquellos siglos están empapados en estos sentimientos de servidumbre filial a María, la Señora y la Reina.
Para deleite nuestro, escuchamos la oración y entrega que el mismo Arzobispo San Ildefonso hace a María, una consagración que se ha hecho célebre:

“A ti me llego humilde, Madre de mi Señor. Concédeme unirme al Señor y unirme a Ti; ser esclavo de tu Hijo y ser esclavo tuyo; servir al Señor y servirte a Ti, Señora: a Él como a Creador, a ti como a Madre mía; a Él como a Redentor, a Ti como Asociada a la obra de mi redención.
“Por eso soy siervo tuyo, porque mi Señor es Hijo tuyo; por eso eres mi Señora; por eso soy esclavo de la Esclava de mi Señor; soy esclavo de mi Señora, la Madre de mi Señor.
“¡Y cuánto deseo ser servidor de tal Señora! ¡Ser fiel y leal a tal Señora! ¡Jamás me quiero sustraer de su dominio! ¡Cómo anhelo ávidamente no ser jamás borrado de la lista de sus siervos! Por lo mismo, que me sea otorgado, Señora, el servirte siempre, el ser por siempre tu fidelísimo esclavo”.

Qué belleza, ¿no es verdad?… Doscientos años antes, había escrito ya el Doctor de la Iglesia San Efrén:

“Oh gran Princesa y Reina, Señora de señores, incomparable Madre de Dios: a Ti me entrego y a tu servicio estoy consagrado desde niño; llevo con gozo el nombre de siervo tuyo. Acepta, Virgen sagrada, que tu más indigno siervo te cante y te glorifique”.
Éste era el pensar de la Iglesia, era el actuar de la Iglesia entera. Empezando por el mismo Papa, como lo hizo Juan Séptimo, que se firmó: “Juan Obispo, indigno esclavo de la Bienaventurada Madre de Dios”.

Nueve siglos después de San Ildefonso, una señora de las mismas tierras toledanas estaba encinta. ¿Y cómo se iba a llamar el niño que venía?… Oye la voz misteriosa de la Virgen, que le dice: -¿Eso discurres? ¿Cómo lo has de llamar sino Alonso? Era el nombre popular de Ildefonso. Y la madre, al llevar al recién nacido a la pila bautismal, contra el gusto y el parecer de todos, como Isabel con Juan, quiso que el chiquitín fuera vestido enteramente de blanco, y había de llevar el nombre de Alfonso, y nada más.
El niño creció; su madre le contó el secreto de cuando lo llevaba encerradito en su seno y se lo ofreció a la Virgen aun antes de nacer; y ahora decía el sacerdote y gran predicador agustino: -Soy como mi Patrón: un Capellán de la Virgen. Hoy lo conocemos como San Alonso de Orozco, canonizado por el Papa Juan Pablo II…

¡Qué testimonios de amor a la Virgen María! ¿Vale la pena, o no vale la pena amarla y servirla con todo el corazón, enamorados de la Celestial Señora?…

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