La Iglesia misionera
20. agosto 2020 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: IglesiaCuando nos remontamos al primer día de la Iglesia —al primer día oficial, vamos a hablar así—, al día de Pentecostés, vemos que la Iglesia ha captado inmediatamente su vocación misionera. Se ha sentido, desde el primer instante, empujada por una fuerza irresistible a llevar el Evangelio a todo el mundo.
Sin embargo, constatamos otro hecho lacerante: ¿Cómo es que, después de dos mil años, una gran parte del mundo no conoce todavía a Jesucristo?
Seguimos discurriendo, y nos preguntamos: ¿No se remediarían muchos males de los que padece el mundo si el Evangelio se extendiera más rápidamente?
Y nos hacemos una pregunta última, nacida espontáneamente en nuestra conciencia: ¿no puedo hacer yo también algo con la Iglesia y por la Iglesia misionera?…
En un Oratorio Salesiano observaba cada tarde el Director a un niño que realizaba una acción extraña. Al llegar, lo primero que hacía era alargarse a la iglesia, dirigir una rápida oración al Señor, irse directamente a una de las alcancías, echar unas moneditas y salirse corriendo a jugar. Hasta que un día le pregunta:
– ¿Qué haces siempre ante esa alcancía?
– Padre, es la alcancía de las Misiones.
– Sí, ya lo veo. ¿Y qué?…
– Me da mucha pena que haya tanta gente que no conoce a Jesús, y yo quiero ayudar lo que pueda a los misioneros que se van tan lejos para enseñarles la doctrina cristiana. Por eso echo en la alcancía el dinero que me da mi mamá para comprar la merienda.
– ¿Y no te da hambre cada día sin comer nada en el Colegio hasta que vuelves a tu casa?
– Sí, a veces noto cosquillas en el estómago, pero me pongo a jugar fuerte y así las olvido.
Semejante niño del Oratorio, con este hecho que debió hacer llorar de emoción a Jesús en el mismo Cielo, nos ha dicho todo lo que puede decir una lección muy sabia sobre la Iglesia misionera.
No hay hijo de la Iglesia que no deba sentir la vocación misional.
No hay uno que no deba rezar cada día por la expansión del Evangelio.
No hay uno que se vea exento de cooperar con los medios a su alcance a la difusión de la fe.
Conciencia misionera, oración misionera, generosidad misionera, enseñadas por un niño de mirada limpia que capta todo el mensaje del Señor en el Evangelio, cuando dice:
– La mies es mucha y los obreros son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que envíe operarios para recoger tan gran cosecha (Mat. 9,37-38. Luc. 10,2)
Cuando Jesús vio delante de sí todo un mundo que conquistar para el Reino, para entregarlo a Dios Padre, no se descorazonó. Al revés, se llenó de una ilusión divina. Resucitado, mandó a los apóstoles con palabras enardecedoras: ¡Id por todo el mundo, y predicad el Evangelio!…
Los apóstoles, recibido el mandato del Señor, se llenaron de entusiasmo juvenil, y no se les ocurrió decir: ¡Es demasiado…, no hay nada que hacer! Sino que se dijeron: Está todo por hacer. ¡Empecemos!…
Y éste ha sido siempre el espíritu misionero de la Iglesia. No se ha desanimado nunca ante las dificultades ingentes que supone la evangelización de todo el mundo. Sabe la Iglesia, y lo sabemos todos, que Dios no nos pide resultados, sino esfuerzo. El resultado queda en la mano de Dios…
El Concilio nos dijo y repitió insistentemente que la obra de las Misiones es de todos nosotros:
– A todo discípulo de Cristo incumbe el deber de propagar la fe según su condición… Por lo cual, todos los hijos de la Iglesia han de tener viva la conciencia de su responsabilidad para con el mundo, han de fomentar en sí mismos el espíritu verdaderamente católico y consagrar sus esfuerzos a la obra de la evangelización (AG, 23 y 35)
Esto es lo que nos dice el Concilio a todos los hijos de la Iglesia.
La obra evangelizadora no es privativa de los Obispos y de los misioneros que marchan a tierras lejanas para consagrar a las gentes su vida llevándoles la luz de Jesucristo.
Hemos oído al mismo Jesús cómo lo primero que pide al contemplar la enorme cosecha que tiene ante los ojos es rogar antes que trabajar. El trabajar le toca a cada uno hacerlo según sus medios y su vocación concreta en la Iglesia.
Por ejemplo, podríamos preguntar: ¿Por qué nuestra América abrazó tan pronto y tan generosamente la fe católica? Pues, porque junto con los conquistadores vinieron misioneros formidables. ¿Y sabemos quién fue uno de los misioneros más importantes? Nadie lo diría: fue el rey Carlos V, que manda a los Obispos de Panamá y Cartagena de Indias, diciéndoles:
– Miren que les he echado aquellas almas a cuestas; fíjense que han de dar cuenta de ellas a Dios, y así me descargan a mí.
El rey era misionero en su trono, como era misionero el niño en el Oratorio salesiano, igual que eran misioneros los Obispos en aquellas dos sedes suyas tan gloriosas…
Las misiones y los misioneros no piden admiración, sino ayuda. La Iglesia pide conciencia misionera, a cada uno en su condición. Jesucristo pide oración y ardor en los obreros que trabajan en la cosecha. Nosotros, ¿en qué puesto estamos?…