El cantar más nuevo…

14. septiembre 2020 | Por | Categoria: Maria

El capítulo quince del Éxodo es uno de los más preciosos de la Biblia, porque nos describe el júbilo inmenso del pueblo de Israel cuando, pasado el Mar Rojo, vio hundidos en las aguas a todos sus enemigos del ejército egipcio.
El canto de Moisés tuvo un apéndice y una conclusión simpática por demás. María, la hermana del gran caudillo, se siente inspirada, agarra el pandero, todas las mujeres la rodean, y comienzan a bailar enloquecidas al son de sus instrumentos, mientras María va repitiendo el estribillo a la vez que dirige el coro:
– ¡Cantad al Señor, por la gloria de su victoria! Caballos y jinetes ha sumergido en el mar…

La Iglesia ha mirado siempre la liberación de Israel en el Mar Rojo como signo de la gran liberación realizada por Dios al haber arrancado de las garras y de las fauces de Satanás al pueblo redimido, al verdadero Israel de Dios, formado por todos los bautizados y todos los creyentes que se han beneficiado de la Redención de Jesucristo.
¿Podía quedarse sin ser cantada la mayor gesta realizada por Dios? Si la liberación de Israel tuvo una cantora tan inspirada como María, la hermana de Moisés, ¿no la iba a tener la Redención de Jesucristo, significada en aquella liberación primera del Mar Rojo?…

La Redención tuvo su poetisa y tuvo su cantar. Poetisa y cantora que fue nada menos que otra María mucho más insigne, la Madre misma del Redentor. Porque no es otra cosa ese “Magníficat” que Lucas nos describe magistralmente en su Evangelio. El coro de las mujeres de Israel queda sustituido por una sola mujer, Isabel, que escucha embobada las palabras de su jovencita prima:
– ¡Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador! Porque el Poderoso ha hecho cosas grandes por mí, y su nombre es santo. Desde ahora me llamarán dichosa todas las gentes… (Lucas 1,46-55)

Una sola mujer, Isabel, sustituye al coro enorme que rodeaba a la anterior María, la hermana de Moisés. Pero lo que oyó Isabel sería coreado por millones y millones de voces a lo largo de los siglos, sin que el eco de aquellas notas jubilosas se apague hasta el final de los tiempos…
Pero, ¿qué es lo que expresa María con su canto tan antiguo y que resulta el cantar más nuevo?…

Digamos, ante todo, que sus palabras están inspiradas por el Espíritu Santo, garantía máxima de la verdad que contienen.
María canta antes que nada lo que siente de Sí misma: llena de gracia, llena de los favores de Dios, llena de una grandeza que no tiene par, como es su Maternidad Divina, fruto de virginidad… ¡El Poderoso ha hecho cosas grandes en mí y por mí!…, dice pasmada de Sí misma.
Después, canta lo que Dios ha hecho por Ella a favor de los demás. A los pobres de Israel, a los que suspiraban con ansia por la salvación, a los que se apegaban a Dios como su esperanza, a esos hambrientos a los que Dios colma de bienes…
La Iglesia primitiva hace suyo este canto del Magníficat, trascrito por Lucas en su Evangelio, y lo canta y seguirá cantando cada día. La Iglesia canta lo que Dios ha hecho en María y para María, la Madre de la Iglesia. Y canta lo que Dios ha hecho por la Iglesia mediante el Salvador que nos ha traído María.
Por eso, el Magníficat es canto de María y es por igual canto de la Iglesia.
La Iglesia vio realizado en María todo lo que la Iglesia era, es y será. La Iglesia y cada cristiano son los agraciados, como fue María “la agraciada”.
En María, la pobre y humilde, hizo Dios primero lo que después ha hecho con la Iglesia, llenando a las dos de todas sus gracias.

El canto de María, que siempre ha sido actual en la Iglesia, tiene hoy sin embargo una actualidad muy especial. Sus palabras, cuando las meditamos bien, cambian radicalmente el modo de pensar en el mundo.
Al poder, al dinero, al placer, al orgullo, a todo lo que el hombre moderno aspira como valores supremos de la vida, viene ahora Dios y, por medio de una muchachita judía, le da la merecida respuesta:
– ¡No! ¡Que están todos muy equivocados! A los que yo lleno de bienes no son los ricos y los satisfechos, que se van de mí con las manos vacías… A los que yo quiero y escojo y lleno de favores y de bienes que no pasan, sino que duran para siempre, son los pobres, los humildes, los rechazados de la sociedad, los que tienen hambre de mí y se contentan conmigo…
Los pobres de hoy son mucho más ricos de fe que tantos satisfechos de la vida a los que nada falta.

Como María y José, que tenían muy pocos bienes materiales, pero contentos con Jesús poseían con Él todos los bienes del Cielo.
María lo demuestra con su cantar. Su prometido esposo que se había quedado en Nazaret era un sencillo trabajador. El Niño que Ella llevaba ya en las entrañas, venía al mundo con muy pocas esperanzas de ser rico.
Ella misma, era una joven humilde hecha de siempre al trabajo. Y, ya lo vemos, canto jubiloso como el de María no se ha entonado si se entonará jamás…

Por algo decía el Papa Pablo VI que el Magníficat “es el canto más valiente y renovador que nunca jamás se haya cantado”. Y añadió después el mismo Papa: -¿Buscan la alegría y la liberación de una vida nueva? Reciten, meditándolo, el Magníficat, porque es el himno profético de la Inmaculada.
María se adelantaba con su cantar a lo que después escribiría Pablo: -Lo necio de Dios es más sabio que toda la sabiduría humana, y lo débil de Dios es más fuerte que todo el humano poder (1Corintios 1,25)

¡María! Tú dijiste —¡y con qué acierto!— que todos te llamaríamos “dichosa”. Pero Tú misma nos dices que nosotros somos “afortunados” como Tú. Si Tú fuiste dichosa por el Jesús que Dios te daba para que Tú nos lo dieras a nosotros, somos casi… casi tan ricos como Tú. ¿No te parece, Madre?…

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