Actitudes ante la Iglesia
29. octubre 2020 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: IglesiaUn orador entusiasta, algo apasionado y con bastante imaginación, escribía estas palabras: La Iglesia es tan necesaria para los hombres como la madre para la vida del hijo, como el faro para el marino en la noche oscura, como el bote de salvamento para los náufragos en un mar alborotado (Apariso Guijarro).
Esas imágenes no son únicamente algo bonitas, sino que responden plenamente a la realidad de las cosas. Dios nos ha dado la salvación por Jesucristo, y Jesucristo ha confiado a la Iglesia los bienes y los medios de la salvación para que ella los dispense a todos los hombres. De aquí ese dicho tan certero: Fuera de la Iglesia no hay salvación.
Esto explica la actitud que nosotros, católicos, mantenemos y manifestamos hacia la Iglesia fundada por Jesucristo. La miramos como a verdadera madre, y con la madre se está siempre. ¿Cuál es, entonces, nuestra actitud hacia la Iglesia?
El querido Papa San Pío X tenía una vez delante de sí a un conocido protestante. Hombre recto, piadoso, amante de Jesucristo, miraba con sumo respeto al Obispo de Roma, el sucesor de Pedro. Y el Papa le correspondió abriéndole también el corazón, y le dijo mientras le bendecía a él y a los suyos:
– Mi corazón late emocionado por estos protestante fieles, creyentes fervorosos. Los tengo muy cerca de mi corazón, más incluso que a un católico remiso, católico de solo nombre, que desprecia la plenitud de gracia de su Iglesia (Ingeborg Magnusen)
El Papa tenía muy clara la idea verdadera. No basta haber nacido en el seno de una familia creyente y haber sido bautizados en la Iglesia Católica. Hay que ser consecuentes con la fe recibida. Por eso, miramos con la atención debida cuáles son nuestros sentimientos y nuestras actitudes con la Iglesia. ¿Corresponden a una persona católica convencida?…
El primer rasgo de esta actitud nos lo dicta el Credo, cuando decimos: Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica. Este es el punto de arranque de nuestra actitud cristiana: convicción profunda e inconmovible de que la Iglesia fue fundada por Jesucristo; y que es una sola; y que está cimentada sobre los Apóstoles y sus sucesores unidos en Pedro, en el Obispo de Roma, sucesor de Pedro, pues esto quiere decir apostólica.
Esta fe en la Iglesia es la causa de nuestra seguridad y de la tranquilidad con que vivimos toda la verdad que profesamos. El católico no navega en el mar de la duda, pues le basta apoyarse en la fe de la Iglesia para saber a qué atenerse respecto de todo lo que oye o lo que le sugieren voces extrañas.
Tener fe en la Iglesia, depositaria de la verdad y de la salvación, lleva necesariamente al amor de la Iglesia. ¿Cómo no se va a amar a la Iglesia, si la Iglesia es el amor más grande que tiene Jesucristo en su Corazón? El apóstol San Pablo nos lo dijo con aquellas palabras tan emotivas: ¡Cristo amó a su Iglesia, hasta entregarse por ella! Nosotros no podemos no amar lo que Jesucristo ama con pasión divina, hasta no tener más sueño de amor que la Iglesia, su Iglesia, su Esposa adorada.
Amar a la Iglesia y no hacer caso a la Iglesia resultaría una contradicción. De aquí también esa otra actitud del cristiano: una obediencia incondicional a todo lo que la Iglesia nos manda o simplemente nos sugiere. La obediencia a la Iglesia nos la impone el mismo Jesucristo con aquellas palabras dirigidas a los apóstoles: Id, y enseñad a todos a guardar lo que yo os he mandado. Ya antes nos había dicho el Evangelio de Mateo (18,17): Tened como un pagano al que no haga caso a la Iglesia… Para nosotros, obedecer a los pastores de la Iglesia es obedecer a Jesucristo en persona.
La Iglesia —lo sabemos todos muy bien— la formamos todos los bautizados, y mientras peregrina por el mundo camino de la Patria, la Iglesia está cargada de necesidades humanas. Son muchos los hijos de la Iglesia que no tienen lo necesario para la vida, y, por eso, el ejercicio de la caridad ha sido siempre la actividad primera de la asamblea cristiana. Ayudar a la Iglesia se convierte entonces en un deber ineludible y glorioso, porque es ayudar a Jesucristo que nos tiende la mano…
Así también, entendemos lo que es la ayuda a la Iglesia. La ayudamos cuando ponemos a su disposición nuestras cualidades —sean las que sean—, lo mismo nuestra voz para cantar en el culto que nuestra actividad para tantas actividades apostólicas como debe desarrollar la comunidad cristiana.
Todas estas disposiciones de ánimo hacen de nosotros unos hijos fieles de la Iglesia. La fidelidad a la Iglesia es fidelidad a Jesucristo, según la palabra del mismo Jesús a los apóstoles: Quien a vosotros escucha, me escucha a mí, me obedece a mí, me hace caso a mí… Porque Jesucristo se ha identificado con su Iglesia de tal manera que no se podrán separar jamás el amor y la fidelidad a la Iglesia y a Jesucristo.
La consecuencia necesaria de todas estas actitudes será la dicha de sentirse católicos. Aquel hijo de la India se había convertido a la fe católica, y decía emocionado al misionero:
– Hace veinte años que fui instruido en la religión del Dios augusto. Cada vez me parece más grandiosa mi religión católica, y yo me siento en ella cada vez más feliz.
Era lo mismo que sentía un orador y tribuno famoso. No lloraba la muerte de nadie —no lloró ni la de la propia madre—, pues se limitaba a decir con una convicción profunda: -¡Dichoso, dichoso, dichosa!…
Y es que morir en el seno de la Iglesia Católica después de haber tenido esos sentimientos para con ella y haber vivido con total fidelidad, debe ser cosa más del Cielo que de la tierra…