Aquel universitario creyente…

20. octubre 2020 | Por | Categoria: Nuestra Fe

Empezamos hoy por recordar las palabras que un joven valiente decía ante la indiferencia y hostilidad de sus compañeros universitarios. Se le ríen un día porque lo ven salir de la capilla, abierta siempre para los creyentes, y sin ningún miedo escribe una nota que, fotocopiada, iba pasando después de mano en mano. La leían, y unos seguían riendo y otros meditaban silenciosos. La nota decía sin más:

Yo creo, aunque los demás no crean.
Yo creo, aunque los demás digan que no necesitan de Dios.
Yo creo, aunque algunos vientos del norte o del sur, del este o del oeste, me vayan susurrando que Dios no existe.
Yo creo cuando las cosas me van bien y cuando las cosas me van mal.
Yo creo cuando sufro, porque Dios no deja de ser mi Padre.
Yo creo, porque me he dado a Jesucristo, y he hecho de Jesucristo el centro de mi existencia.
Yo escojo la vida eterna como mi último fin, al cual tiendo con todas mis fuerzas.
Yo creo con la fe de mi madre y de mi padre, porque con la fe me han legado la fortuna mayor.
Yo creo como católico, y nadie me arrancará la fe en la cual se sostiene toda mi vida.

Una profesión de fe como ésta nos hace regresar con el pensamiento a aquellos tiempos en que la sociedad se cimentaba en Dios y sólo en Dios. Por ejemplo, al judaísmo de los tiempos de Jesús. Si en aquellos siglos que precedieron inmediatamente a la venida del Señor hubiera habido un solo judío incrédulo, ese tal hubiese sido considerado como un ser anormal, como un loco de remate, más aún, como un impío que habría perdido la vida bajo una nube de piedras… O como en los tiempos medievales, cuando Dios y la Iglesia centraban la vida de los pueblos cristianos. Podía entonces haber herejes, pero ateos e incrédulos no se daban en aquellos tiempos felices.

Hoy Dios ha sido desplazado de la sociedad. Ya no es Dios el que lo centra todo, sino el hombre, y si muchos admiten la existencia de Dios es a condición de que ese Dios se ponga a disposición del hombre. Si Dios no trae prosperidad y bienestar, ¿para qué tenemos necesidad de un Dios?…
El hombre moderno se siente muchas veces tan autosuficiente, que no necesita de Dios. Y si no lo necesita, ¿para qué preocuparse de Dios?…

Así se piensa y se actúa hoy en muchos sectores que nos rodean. Pero nosotros los creyentes pensamos y actuamos de manera muy distinta. Para nosotros, Dios está en el centro de nuestra existencia: venimos de Dios, vamos a Dios, y Dios llena nuestra vida desde el principio hasta el fin. Quitarnos a nosotros Dios es quitarnos nuestro propio ser.

Aunque parezca que no hacemos nada en el mundo, con esta fe somos la semilla que el Padre siembra por Jesucristo en el campo o la levadura que mete en la masa. Sin darnos cuenta, somos en la mano de Dios los instrumentos de que Él mismo se sirve para salvar al mundo.

El Catecismo de la Iglesia Católica (3) encabeza el Prólogo con las palabras dirigidas por Jesús al Padre, palabras que nos llenan de felicidad a los creyentes y que podrían hacer temblar a los incrédulos: Padre, ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero y a tu enviado Jesucristo (Juan 17,3). Con ello nos dice que los creyentes estamos salvados, y que los que rechazan la fe en el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo están perdidos, porque rechazan la fe que Dios les brinda para su salvación. A continuación, el gran Catecismo nos dice sobre este tesoro de la fe cómo todos los fieles de Cristo son llamados a transmitirlo de generación en generación, anunciando la fe, viviéndola en comunión fraterna y celebrándola en la liturgia y en la oración.

De este modo vemos cómo la vida cristiana es algo muy sencillo. Dios no nos ha complicado las cosas. Todo se reduce a tener fe, una fe invencible, a mantener la fe a toda costa. Después, a comunicar esta fe a todos los hombres, para que todos se salven. Pero este anuncio y esta comunicación de la fe no la hacemos de manera ostentosa, ni echando discursos grandilocuentes, ni mareando a nadie con nuestra importunidad. Basta que los demás vean cómo nos amamos los creyentes, cómo celebramos nuestra fe en la asamblea cristiana del domingo, y cómo después llenamos nuestra vida con la oración que nos mantiene en unión con Dios.

La fe es un don de Dios, el regalo primero y el más grande. Pero es también una opción nuestra. La aceptamos o la rechazamos. Le decimos a Dios que SÍ, o le decimos que NO. Con un SI generoso, nos salvamos nosotros y ayudamos a Dios en la salvación del mundo. Con un NO, dejamos a Dios de lado, lo perdemos para nosotros y el mundo nos lo podrá reclamar. Por dicha nuestra, y con la gracia de Dios, guardamos celosamente la fe y la manifestamos con nuestro proceder diario. ¿Qué nos espera?…

A estas horas, no sabemos qué sería de los estudiantes que se reían del compañero porque entraba en la capilla, rezaba y recibía la Comunión… No sabemos que habrá sido de ellos. Lo que sí sabemos es que el universitario valiente no se ha arrepentido de su proceder. Que Dios está siempre con él. Que confesó a Jesucristo delante de los hombres y que Jesucristo lo confiesa como suyo delante de Dios. Y que tiene segura —¡vaya que si la tiene segura!—— esa vida eterna que Dios promete y da a todos los que creen en Él, se fían de Él, y viven y mueren sin otra aspiración que Dios y su enviado Jesucristo…

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