La oración, una alianza
6. octubre 2020 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: Nuestra FeCuando el Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña lo que es la oración nos lleva a una realidad entrañada en lo más hondo de nuestro ser: la alianza. ¿Cómo se hablan, cómo se tratan, qué cosas se dicen los que han hecho alianza de amor o están para hacerla?… (2562, 2564)
Pues eso es nuestra oración: el hablar y el tratar con un Dios que nos ama, al que amamos y con el que estamos unidos de modo íntimo, para recibir de lleno la vida que El nos comunica y para darle nosotros a El nuestra propia vida con nuestro ser entero.
Hasta podría expresarse esa alianza con un anillo, y la ocurrencia no es mía. La tuvo una muchacha lista, trabajadora, entregada de lleno a los Encuentros Juveniles. La encuentra un amigo al cabo de bastante tiempo sin verse, y le pregunta cordial:
– Veo que te has casado. ¿Cuánto tiempo hace?
– Te gusta mi anillo, ¿verdad? Pues, mira. Sí, y no. Mi novio todavía no me ha llevado al altar. Pero hace mucho tiempo que entre Cristo y yo no hay secretos. Me paso hablando con El todos los ratos que puedo. Me arrastra de continuo a la intimidad con Dios. Siento a Dios dentro de mí como no lo había sentido nunca, y yo he querido recordarme esta unión con El mediante este anillo, que cada vez que lo miro me estrecha más fuerte con mi Cristo y con mi Dios.
El amigo era un cristiano muy preparado, captó toda la riqueza del mensaje y nos hacía después partícipes de su experiencia al Grupo de los Dirigentes.
La realidad expresada por esta compañera querida nos la explana el gran Catecismo con lujo de detalles, sacados todos de la Palabra de Dios en la Biblia. Aprendida esta lección, ¡con qué gusto nos podremos dar después a esa actividad primera del cristiano, como es la Oración!…
¿Quién es el que ora?… La pregunta podría parecer ociosa, pero interesa mucho. No es el cuerpo, no es el alma, no es la lengua, no es la mente, no es el afecto, no es tan siquiera el corazón. Es la persona entera. Soy yo. Es lo que hoy significamos con esa expresión: el YO profundo. El ser entero. Porque se ponen en juego todas las energías del cuerpo y del espíritu.
Pero la Biblia hace notar el lugar de donde nace la oración, y unas veces dice el alma, otras el espíritu, y casi siempre el corazón.
El corazón, para el lenguaje de la Biblia, es la morada donde yo estoy, en la cual yo me meto y en la cual estoy tan totalmente solo, que allí no se mete nadie, no puede entrar nadie, sino yo y el Espíritu de Dios, el único que es capaz de sondearlo y de conocerlo.
Esta manera de ser y de actuar ha tenido repercusión al dedicarnos a la oración. Rezamos de mil maneras y en todas partes. Rezamos todos juntos en la iglesia. Rezamos en la familia y en el grupo. Pero cuando queremos una oración muy personal, nos retiramos a la soledad, a un desierto, como decimos hoy. ¿Y cuándo queremos orar, pero nos obliga el trabajo de cada día y las ocupaciones continuas?… Santa Catalina de Siena, Doctora de la Iglesia, ideó hace ya más de seis siglos una celda que se ha hecho famosa: la celda del propio corazón. En medio del ajetreo del día, se centraba en su corazón, clavaba los ojos en Dios que estaba allí muy adentro, y con palabras inefables se las entendía con Dios, con el que había establecido alianza y cuyo anillo le puso en el dedo el mismo Jesucristo y que sólo ella veía…
Hecha esta pequeña digresión, seguimos con el Catecismo. El corazón es el que decide. Es el que elige entre estar con Dios o dejar a Dios. Entre la Gracia y el pecado. Entre la vida o la muerte eternas.
En el corazón es donde se celebra y se realiza esa alianza entre Dios y la persona. Allí opta cada uno de nosotros, que dice: ¡Dios mío, te quiero! Y se las entiende con Dios de maravilla… O repite con frialdad incalificable: ¿Dios? ¿Para qué? Y sin Dios que se queda, con el corazón prestado al enemigo…
Con esta manera de expresarse la Biblia, ya se ve que si Dios no vive en un corazón, la oración no puede darse, la oración es vana, la oración ni tan siquiera existe. Entonces, podrá decir alguno: ¿Cómo puede, por lo mismo, rezar el pecador, el que voluntariamente ha echado a Dios de su corazón? Si Dios no está en ese corazón, ese corazón no puede orar, ese pecador no puede pedir el perdón, ese pecador no se podría salvar…
Eso sería absolutamente cierto si Dios no tomara la delantera. Pero Dios es más grande que nuestro pecado. Y cuando un pecador acude a Dios es porque Dios le está pidiendo primero: ¡Habla!… El pecador responde como el publicano de la parábola de Jesús: ¡Señor, ten misericordia de mí, que soy un pecador!…
El que así recurre a Dios no se da cuenta de que no buscaría a Dios si Dios no se hubiera metido antes en su corazón. Lo único que hace falta es que el pecador responda al eco de la voz de Dios: ¿Tú me hablas, Señor? ¡Señor, aquí estoy!… Ha empezado la obra de la salvación. Es cuestión de que siga la oración. Quien ora se salvará; quien se pierda será por no haber orado, por no haber sintonizado con Dios.
¿De quién es, entonces la oración? Es de Dios y nuestra. El Espíritu Santo es el que la suscita. Jesucristo la hace suya. Y todo para en Dios Padre, para gloria suya y bien nuestro.
Mirada así la oración, tal como nos la enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, ¡hay que ver lo estimulante que resulta el dedicarse a la oración! ¡Cómo nos vienen ganas de decirle a Jesús como los apóstoles: ¡Señor, enséñanos a orar! ¡Y cómo entendemos la palabra del mismo Jesús: Es necesario orar siempre sin desfallecer nunca!… (Lucas 18,1). ¿Y aprendemos a guardar el corazón siempre apto para la oración?…