La divina Providencia

24. noviembre 2020 | Por | Categoria: Nuestra Fe

Un sacerdote celoso nos decía muchas veces: ¿Quieren repetir a Dios una oración muy breve, pero que le agrada sobremanera? Díganle con toda el alma: ¡Dios mío, gracias por tu Providencia amorosa!

El sacerdote sabía bien lo que nos aconsejaba. Porque basta mirar unos puntos del gran Catecismo de la Iglesia Católica para darse cuenta de lo que es la Providencia de Dios sobre nosotros (302-324). Nos damos cuenta, además, de lo que significa el mal del mundo y el que a nosotros nos puede sobrevenir. Tener fe en la divina Providencia es vivir en una paz inalterable. Sigamos, desde el principio, el hilo conductor de esta doctrina, tal como nos la presenta el gran Catecismo.

Dios ha creado todas las cosas con su poder para manifestar su gloria, que consiste en hacer participar a las criaturas de su bondad, de su belleza y de su amor. Todo lo que vemos, tenemos y amamos de bueno y de hermoso no es más que una manifestación de lo que es Dios, de lo que nos da y de lo que nos guarda para la vida eterna, cuando se nos dará totalmente cara a cara, sin velos que lo oculten.

Dios cuida de todas las cosas de tal manera que va a conseguir eso que El se propuso: llevarnos hasta la vida eterna, la nueva creación realizada con la resurrección de Cristo, y que es nuestro fin último.

Como Dios nos ha hecho libres a los ángeles y a los hombres, ángeles y hombres hemos podido rebelarnos contra Dios, y por el pecado de Satanás y de nuestros primeros padres entró el mal en el mundo. Dios no quiso ni quiere el mal, pero ha sabido sacar del mal bienes muy grandes. No entendemos ahora esto, que es un misterio, pero lo veremos claro un día, y comprobaremos que por esos mismos males Dios nos habrá llevado hasta la vida eterna.
Para entender todo esto, un conocido escritor nos pone esta atinada comparación:

La vida es como un barco que navega. En él cada hombre hace lo que quiere: uno juega, otros ríen, otros discuten y los demás allá comen o duermen. Todo el mundo es libre de hacer lo que le da la gana, pero la totalidad del barco va adonde quiere el timonel. Nosotros en la vida nos movemos con libertad, somos dueños de nuestra voluntad; pero el barco de la Historia en la totalidad de sus singladuras, va adonde quiere la voluntad de Dios. No admite duda, y sólo no puede verlo el ciego. Dios es el timonel de la Historia (Manuel Siurot)

Está muy bien dicho. Al final del mundo Dios habrá conseguido la salvación de todos los elegidos. En el barco se habrán podido pasar muy malos ratos igual que ratos muy divertidos. Cuando el barco llegue al puerto definitivo, los malos —como ocurre con la justicia humana al final de la embarcación— serán entregados al juicio y a una condenación justa; los buenos, por el contrario, entrarán en la vida eterna. El Capitán del barco en que navegamos es Dios, y sabe muy bien hacia donde nos lleva.

El Catecismo de la Iglesia Católica nos recuerda las palabras clave del apóstol San Pablo, que nos dice:
– Todo coopera al bien de los que aman a Dios (Romanos 8,28)
Sin embargo, cuando llega el sufrimiento, hay quienes se rebelan porque no entienden los planes de Dios. Y les trae el Catecismo las palabras de la Doctora Santa Catalina de Siena: Todo procede del amor, todo está ordenado a la salvación del hombre. Dios no hace nada que no sea con este fin. Y añade las palabras de Santo Tomás Moro, el canciller inglés que antes de morir mártir por su fe católica consolaba a su hija: Nada puede pasarme que Dios no quiera. Y todo lo que El quiere, por muy malo que nos parezca, es en realidad lo mejor.

El mismo Catecismo nos hace esta reflexión: ¿Ha habido algún mal mayor que la pasión horrorosa y la muerte criminal de Jesús, el Hijo de Dios? Es imposible imaginar un crimen mas horrible y detestable. Sin embargo, de ese mal enorme sacó Dios la glorificación de Cristo y la salvación de todos los hombres.

Ahora no entendemos los planes de la divina Providencia. Contemplamos la alfombra o el tapiz al revés, y todo son hilos en un desconcierto fenomenal. Cuando lo veamos por delante, nos daremos cuenta de la maravilla que Dios ha realizado con la salvación de todos los elegidos.

No hay que negar que es difícil a veces mantener esta fe. Es muy fácil, ciertamente, besar la mano de Dios que reparte pan y caramelos, es decir, no cuesta nada ver a Dios cuando todo nos va bien. Pero cuando todo nos va mal, nos figuramos a Dios con un garrote o una pistola en la mano, como si gozara en torturar y en echarnos todo a perder.

Al sobrevenir una desgracia enorme —pongamos el caso de un terremoto o de un huracán—, muchos mueren y otros muchos se libran de la catástrofe. ¿Sobre quiénes ha brillado más la Providencia de Dios, sobre los muertos o sobre los supervivientes?… Nosotros no lo vemos. Y damos gracias a Dios porque lo podemos contar. Pero los que murieron, vueltos al Señor en aquellos momentos de angustia suprema, no cesan de dar gracias a Dios, que los llevó a la salvación por medio de semejante desgracia…

La fe y la confianza en la Providencia de Dios fueron un punto fundamental en la enseñanza de Jesús, expresada con las comparaciones inolvidables: Mirad los pajaritos del cielo…, mirad las flores del campo… Si Dios alimenta a los pajaritos y viste las flores, ¿cuánto más lo hará con vosotros?… Pues están contados hasta los cabellos de vuestra cabeza y ninguno se cae sin permiso de vuestro Padre celestial… Dios nos ama. Dios nos mima. Dios nos cuida con cariño inmenso… Ante esta verdad de nuestra fe, la persona más feliz es la que sabe decir siempre: ¡Que se cumpla en mí su santa voluntad!

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