Con cantares de alegría
29. diciembre 2020 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: Nuestra FeCuando organizamos el culto de Dios en la Iglesia, pensamos inmediatamente en el canto. ¿Concebimos una función sin cantar?… No; no nos entra en la cabeza un culto sin canto.
Esto de cantar a Dios y el animarnos a nosotros con el canto, lo hacemos en la Iglesia Católica y lo hacen en sus asambleas todas las religiones. El canto tiene una importancia muy grande en nuestras relaciones comunitarias con Dios y con los hermanos. Por eso, la Iglesia ha tenido siempre cuidado muy especial en que el canto de las celebraciones se distinguiera del bullanguero y estrepitoso del parque o de una simple fiesta social.
El canto de la Iglesia está hecho para llevarnos a Dios y para meter a Dios en nosotros. Esto lo ha expresado como nadie San Agustín, que al contarnos su conversión, en oración dirigida a Dios, dice todavía conmovido en un párrafo célebre:
– ¡Cuánto lloré al oír tus himnos y cánticos, fuertemente conmovido por las voces de tu Iglesia, que cantaba tan suavemente! Entraban aquellas voces en mis oídos, tu verdad se derretía en mi corazón, se inflamaba el afecto de la piedad, corrían las lágrimas y me iba muy bien con ellas.
San Ignacio de Loyola, otro de los grandes convertidos, cuenta que en los principios de su vuelta a Dios, si acertaba a entrar en alguna iglesia cuando se celebraban los oficios cantados, salía totalmente fuera de mí mismo.
¿Desde cuándo viene en la Iglesia el cantar? Es muy fácil responder: desde el principio. Basta leer lo que San Pablo escribe a los de Efeso (5,19): ¡A llenarse del Espíritu Santo, hablando entre vosotros con salmos, himnos y cánticos inspirados, cantando y salmodiando en vuestros corazones al Señor! Embriagados del Espíritu, ¿qué vamos a hacer sino cantar?…
Los Apóstoles y la Iglesia primitiva recibieron del antiguo Israel la costumbre de cantar, como lo vemos en tantos pasajes de la Biblia.
Pasan los israelitas el Mar Rojo, y al ver el ejército del faraón deshecho y anegado en las aguas de mar, cantan entusiasmados con Moisés: ¡Cantemos al Señor, que ha actuado tan gloriosamente!… (Éxodo 15,1)
David establece un lugar fijo para el culto delante del arca, y ordena a los levitas: Escoged cantores que con instrumentos musicales, arpas, liras y címbalos, eleven alto sus voces y hagan oír a todos los cantos de alegría (1Crónicas 15,16).
Ya establecida bien la Iglesia, pasadas las persecuciones, nos cuenta el Obispo y Doctor San Juan Crisóstomo cómo era el canto en las celebraciones:
– Después de comenzar el salmo, todas las voces se unen formando un coro armonioso. Jóvenes y viejos, ricos y pobres, mujeres y hombres, esclavos y libres, todos tomamos parte en la melodía. En el palacio de un rey, todos guardan silencio, pero aquí, cuando nos habla Dios en su Palabra, todos nos respondemos, todos cantamos.
Y aquellos cristianos se aprendían tan bien los salmos y los otros cantos, que otro Doctor de la Iglesia, San Jerónimo, nos cuenta lo que veía en los campos de Palestina:
– A cualquier parte que mires, verás cómo el labrador canta el Aleluya detrás de su arado. El segador, en medio del sudor de su rostro, se anima con los salmos. Y el viñador que poda las vides con su cuchillo entona los cánticos de David.
El canto de la Iglesia en la tierra no es más que el preludio del canto eterno que entonaremos en un cielo sin fin. El Apocalipsis nos presenta a los Angeles y a todos los elegidos cantando sin cesar ante el trono de Dios en un coro inmenso: – ¡Santo, santo, santo el Señor, Dios todopoderoso!… Eres digno, Señor y Dios nuestro, de recibir la gloria y el honor y el poder… (Apocalipsis 4,8 y 11)
Es cierto, porque no concebimos nosotros un Cielo sin un cantar por siglos y siglos interminables las alabanzas de Dios.
¿Qué nos dice a nosotros todo esto? El Catecismo de la Iglesia Católica, al exponernos la doctrina del canto, nos dice con el Concilio: Fomenten con empeño el canto religioso popular, de modo que en los ejercicios piadosos y sagrados y en las mismas funciones litúrgicas resuenen las voces de los fieles (1156-1158)
El canto popular, nos pide la Iglesia. Con tal que ese canto popular sea digno del culto de Dios. Porque hay cantos que no elevan el alma a Dios, sino que la apegan cada vez más a costumbres, no diremos malas, pero sí poco dignas de gente seria y formada.
El canto, cuando es digno del culto cristiano, además de entusiasmarnos a todos, edifica grandemente a los que están fuera de la Iglesia. Ha habido conversiones muy notables debidas al canto. Se hizo famosa la de aquel gran escritor y artista descreído. Aburrido del todo, y sólo por tedio, entra en un templo católico de París mientras el coro y el pueblo cantaban en gregoriano, la melodía oficial de la Iglesia. Queda embelesado, y se dice: No puede equivocarse una religión que supo inventar una música semejante (Huysmans)
“El amor enseña a cantar”, decía San Agustín, y es una observación muy profunda. Sólo canta quien ama. Y si se canta cuando se sufre es porque canta el amor herido y fracasado.
Nosotros en la Iglesia cantamos porque amamos a Dios y a los hermanos.
Y nos entusiasmamos mutuamente suspirando por poder cantar un día ante el trono del Cordero inmolado. ¡Aquello sí que será canto! Por eso nos esmeramos en cantar ahora bien. El ensayo tiene que se ser digno de la representación definitiva…