Santos y pecadores en la Iglesia
24. diciembre 2020 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: IglesiaNo podemos negar que son muchos los que dudan de la Iglesia, y dicen ellos que todo les viene de las cosas negativas que ven en la misma Iglesia.
Quizá no debemos ser tan cándidos como para creerles a la primera. Porque los que así hablan, ¿son inocentes o son pecadores? Si son inocentes, podríamos creerles algo, aunque les diríamos que deben instruirse un poco más. Si son pecadores, ¿por qué tiran la piedra contra los otros y no empiezan por sí mismos?
¿Hay algún pecador que acuse de buena fe a otro pecador? Si se sienten ellos pecadores dentro de la misma Iglesia, ¿cómo no se dan cuenta de que la Iglesia es santa, pero compuesta de hombres que necesitan de purificación?
Es lo que nos enseña el Magisterio de la misma Iglesia por el Concilio: La Iglesia recibe en su seno a los pecadores y busca sin cesar la penitencia y la renovación.
San Ambrosio, un Santo Doctor de los primeros siglos, lo confesaba así: La Iglesia toma a propósito la apariencia de una pecadora, pues también Cristo ha tomado la figura de pecador.
Por cierto, que un Obispo también de la antigüedad, predicaba así a sus fieles:
Nosotros los obispos y los sacerdotes tenemos el deber de predicar y vosotros el deber de escuchar. No porque yo lleve una vida desordenada y me arrastre en el cieno, tenéis derecho a despreciar la palabra de Dios. ¿No ven cómo también el plomo sirve a los emperadores para traer por tuberías el agua a sus palacios? Y aquí, en la Iglesia, junto a los vasos de oro y plata, adornados de joyas, turquesas y amatistas —esto son los santos— hay también vasos de barro que no por eso debemos despreciar.
¿A quiénes acogió Cristo en su vida? Las piedras que Él buscó y de las cuales hizo el primer material de la Iglesia fueron los pobres, los enfermos, los pecadores… De ellos hizo unos santos y con ellos echó los fundamentos del gigantesco edificio que sería su Iglesia.
La Iglesia que fundó Jesucristo no fue de inocentes que después se hicieron pecadores. La Iglesia fue de pecadores que se hicieron inocentes con la santidad que les infundió el Espíritu Santo. La Iglesia no es hoy —como no lo ha sido nunca—, de santos que no necesitan conversión, sino de pecadores que se vuelven continuamente a Dios, y de santos que se tienen que purificar cada día más y luchar para mantenerse fieles a Dios y a Jesucristo.
Esto es una humilde confesión propia que hacemos todos nosotros. Sí, es cierto. Nosotros nos gloriamos de ser hijos fieles de la Iglesia. Confesamos con humilde orgullo que somos Iglesia. Y, sin embargo, ¿quién de nosotros no siente en sí el peso de la culpa y la necesidad de volverse mil veces a Dios?
Nosotros somos los mejores testigos y los más creíbles testimonios de que la Iglesia no está hecha de santos, sino de pecadores que quieren ser santos, que trabajan por ser santos, que están solidarizados con otros hermanos —tal vez pecadores muy notables— pero que buscan y esperan en la Iglesia la gracia del perdón y de la santidad que les lleven a la salvación.
Calumniar a la Iglesia por los defectos humanos que se ven en ella, es no conocer las parábolas con que Jesús explicó el misterio del Reino de los cielos: en el campo se ha sembrado el trigo bueno al que se le ha mezclado, por obra del Maligno, la cizaña mala; y es la red en la que cae toda suerte de peces, buenos y malos. Así será hasta el fin, cuando quedarán definitivamente separados el trigo y la cizaña, los peces malos de los peces buenos.
Un católico muy convencido y otro nada practicante discutían sobre este punto, y mal católico no hacía sino denigrar a la Iglesia. El católico bueno, con paciencia y cariño, como estampa del buen Jesús, lleva a su contrincante al huerto, donde había unos árboles con verdadera exuberancia de frutos. Agarra algunas manzanas que habían caído al suelo, agusanadas y medio podridas, y se las alarga con una invitación:
– Tómelas, tómelas, para usted.
Y el otro, con despecho:
– ¿Esto quiere usted que yo me coma?
El católico bueno, sin perder la calma:
– Es lo que usted escoge de la Iglesia, lo malo, lo que ha caído a tierra. ¿Por qué no levanta los ojos al árbol?
El árbol, efectivamente, ofrecía aquel año una espléndida cosecha de manzanas exquisitas, que le ponían al improvisado maestro de la fe en los labios el mejor de los argumentos:
– Esto es la Iglesia. ¿Por qué mira usted los malos que caen, y no mira los buenos, que son muchos más? Esos buenos son los santos y somos todos los pecadores que en la Iglesia encontramos el perdón y la salvación.
Siempre que se habla de este tema, viene la concusión para nosotros los católicos: ¿hay que amar a la Iglesia a pesar de sus defectos humanos? ¿Hay que amar a la mamá, aunque sea pobre o no sea bonita?…
La respuesta se cae por su propio peso, y contestamos con energía: ¡Pues, claro que hay que amarla, porque con la madre se está siempre!
Cuánto más, que nuestra Madre la Iglesia está llena de glorias. Y llegará día —que nuestro Señor se lo prepara muy bien— en el que la Iglesia, purificada en todos sus miembros, aparecerá radiante y llena de hermosura, digna Esposa de Jesucristo, al que dará alegrías sin fin… La Iglesia, ahora santa y pecadora a la vez, entonces será santa, solo santa, sin un solo pecador en su seno…