Un amante que se esconde
16. diciembre 2020 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: DiosUna muchacha se distinguía en la Universidad por su talento, su conducta intachable, su simpatía, su amistad con todos. Era querida de verdad. Y unos compañeros, que la admiraban, un día simularon desconfianza como si ella fuera una hipócrita en todo su proceder. Y le tendieron un lazo con una pregunta improvisada:
– Oye, y dinos la verdad: ¿tú crees en Dios?
La respuesta le salió a la otra, como era de esperar, rápida y firme:
– ¡Pues, claro que creo!
Pero vino después la segunda pregunta, que era la comprometedora:
– ¿Y por qué crees en Dios, si nunca lo has visto?
La chica, a pesar de ser muy lista, se mostró sorprendida y silenciosa. Pero, tras unos momentos de reflexión, respondió tranquila y acertadamente:
– ¿Qué no lo he visto? Con los ojos de la cara, no; con los del alma, lo encuentro en todas partes y lo siento siempre a mi lado. Dios, para mí, es un amante que se esconde, pero que no sabe dejarme sola de tanto como me quiere. Y al amante, por más que sea noche cerrada, se le siente aunque no se le vea…
Felicitamos a la muchacha que nos da semejante lección… Si Dios juega al escondite con nosotros, no es para fastidiarnos la vida, sino para hacernos aceptar su plan de salvación por la FE. ¡Cree, y fíate de mí!, nos viene a decir Dios a cada uno de nosotros. Pero, al mismo tiempo, nos hace sentir tan hondamente su presencia, que casi lo vemos, lo tocamos, y, ciertamente, lo percibimos de una manera tan clara junto a nosotros que casi se nos hace evidencia.
Si no estamos convencidos de esta verdad y no nos penetra este sentimiento, nunca podremos percibir a Dios como Padre nuestro. Mientras que si estamos invadidos, como Jesús, de este espíritu filial para con Dios, aunque Dios se nos esconda como a Jesús en Getsemaní o en la Cruz, seguiremos llamándolo ¡Padre!, y diciéndole que se haga su voluntad o que acepte nuestro espíritu…
Un buen amigo me dejó una vez sin palabra. Un pequeño malestar…, unos análisis…, y un dictamen de los médicos, que no le ocultaron la verdad: El análisis ha resultado positivo, lamentablemente. Es cáncer maligno. Y un cáncer maligno como aquel en el estómago, era casi sentencia de muerte. ¿Y tú —le pregunté—, estás preocupado? La mujer y siete hijos deben pesar en estos momentos… Me responde con naturalidad asombrosa: ¿Preocuparme por un cáncer? Yo no tengo más palabra que la de Jesús.
Efectivamente, sólo con el espíritu de Jesús y con una gran fe en el Dios que nos ama aunque se nos esconda, se puede decir ese No se haga mi voluntad sino la tuya, que sale de los labios cristianos…
En la preparación del Gran Jubileo del 2000 gastamos todo un año en reflexionar sobre Dios como Padre. Un Padre, Dios, al que no vemos…
Cualquiera diría que un padre al que no se le ve casi nunca en el hogar y que se esconde de sus hijos, es un padre muy a medias… Eso lo podemos decir, lamentablemente, de muchos padres dentro de nuestra sociedad. Corren por ahí estadísticas alarmantes, realizadas en naciones muy ricas. Por el trabajo, por el deporte, por la vida social, por la diversión, por la razón que sea, hay padres que no están con los hijos, como término medio, más de quince minutos al día…
Es lamentable un padre así en el seno del hogar. Pero con Dios nos ocurre todo lo contrario. Dios no nos deja un solo instante. Aunque a nosotros se nos ocurriera alejarnos de Dios para divertirnos a nuestra manera, Dios nos seguiría a todas partes, no nos dejaría ni por un momento.
Cuando estamos convencidos de esta verdad, entendemos esas comparaciones clásicas de la Biblia, que nos habla con Isaías de un Dios oculto.
Oculto, sí; pero lo percibimos siempre a nuestro lado.
Nos ponemos a orar como los israelitas en la inauguración del templo, y parece que Dios se esconde en una nube: pero esa nube nos está diciendo, como interpretó Salomón, que Dios está allí…
Nos ocurre una cosa agradable, y, lo mismo que Elías en la cueva, percibimos en la brisa la caricia de Dios…
A lo largo de toda la vida, en el día y en la noche, en las cosas prósperas como en las adversas, vemos sobre nosotros, como los israelitas en el desierto, la columna que por la noche es fuego que nos guía, y es durante el día nube que nos defiende de los rayos abrasadores del sol…
Todas estas imágenes bíblicas nos dicen lo mismo: el Dios que nos ama está con nosotros. Se esconde a nuestros ojos de la cara, y se descubre cada vez más claro a los ojos del alma que vive de la fe.
El Dios escondido se hizo un día visible a más no poder en la Persona de Jesucristo, el cual pudo decir categóricamente: Quien me ve a mí, ve al Padre (Juan 14,9). Fe la nuestra, que se atreve a cantar: ¡Tan cerca de mí…, si hasta lo puedo tocar…, Jesús está aquí!… Y con Jesús, a nuestro lado, el Padre, nuestro Padre…
Hoy necesitamos esta convicción mucho más que nunca. Porque el mundo que nos rodea mete demasiado ruido, nos aturde, nos hace sentir solos en medio de tanta distracción. Sobre todo, nos pone en peligro de ver entibiada nuestra fe. Pero nosotros, como la estupenda universitaria, sabemos decir:
– ¡Sí, yo creo en Dios, aunque no lo vea! ¡Sí, yo siento a Dios, como el gran amante de mi alma!
Y eso de sentirse amados de todo un Dios, no es una cosa cualquiera. Es una suerte loca, aunque Dios la manifieste jugando con nosotros al escondite…