Mirando al final…

12. enero 2021 | Por | Categoria: Nuestra Fe

Todos sabíamos lo que iba a pasar cuando se acercase el año 2000: se iban a hacer muchas conjeturas y cábalas sobre el fin del mundo. No podía faltar ese juego de la fantasía popular, y sobre todo, de la superstición, para asignar a ese año tan especial un acontecimiento sobre el que es inútil discurrir.

¿Por qué es inútil discurrir sobre él? Pues, porque Jesucristo nos previno sobre esos falsos profetas que iban a anunciar su llegada como próxima, cuando es un secreto que se ha reservado el Padre y no lo comunica absolutamente a nadie. Ante la palabra de Jesús, señalar fechas para el final del mundo es la cosa más inútil y ridícula que existe.

Otra cosa muy diferente es el pensar en lo que ocurrirá al final del mundo, sea cuando sea. Este pensamiento ya no es inútil ni ridículo, sino que es uno de los pensamientos más importantes que los Apóstoles metían como una cuña en la cabeza de los creyentes.

Porque el fin del mundo coincidirá con El Día del Señor. Así lo llamaban. El Día del Señor por antonomasia. El día en que Jesucristo, rodeado de todos los ángeles y santos, vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos: es decir, a todos los hombres de todos los tiempos. Comparecerán también todos los ángeles rebeldes, guardados por Dios hasta ese día en su prisión infernal.

Y todos —los ángeles, los demonios, los santos y los condenados— todos habrán de reconocer la realeza universal de Jesucristo, que vendrá con gloria para acabar la historia del mundo e inaugurar el Reinado definitivo de Dios y la glorificación de su Iglesia, completado como estará el número de los elegidos.  ¡Qué cosas tan distintas —¿verdad?— el pensar en un fin del mundo a nuestra medida, y lo que Jesucristo nos dijo y enseñaron los Apóstoles!

El pensamiento primero —muy típico de muchas sectas a lo largo de todos los siglos— es una inutilidad y hasta una ridiculez. Como ven que no se cumple su profecía, cada vez van retrasando la fecha, que nunca acaba de llegar… Sabemos por la historia que, al iniciarse el año 1000, por toda Europa se extendió el temor de la inminente catástrofe final. No ocurrió nada, desde luego. No ha ocurrido en el 2000, ni ocurrirá en el 20.000 si es que Dios extiende la duración del mundo hasta entonces y la quiere superar…

El pensamiento de la Iglesia, por el contrario —que no es otro sino el de Jesús y los Apóstoles—, muy diverso del de muchas sectas, es uno de los más bellos, grandiosos y consoladores que podemos entretener y fomentar para bien de nuestras almas.

Como no podía ser menos, el Catecismo de la Iglesia Católica (1038-1041) trata ampliamente esta doctrina de Jesucristo y de los Apóstoles sobre el fin del mundo y del Juicio Final. Es una enseñanza muy rica. Y, como siempre, esta segunda venida del Señor se trata de manera muy positiva, igual que se hacía en la Iglesia Primitiva. No hay lugar al miedo, puesto que se trata del triunfo final de Jesucristo y de la Iglesia. Del triunfo nuestro, porque entraremos de una vez para siempre en la gloria y felicidad para la que fuimos creados y nos ganó el Señor Jesucristo con su pasión y muerte redentoras. Lo cual no deja de ser también un incentivo muy eficaz para fomentar el santo temor de Dios.

Se dio un caso interesante entre un rey y un monje del siglo noveno en la Europa central. El rey pagano se las pasaba cazando fieras y coleccionando en su palacio cuadros de escenas pavorosas. Y quiso otro cuadro terrible, encomendado a un monje muy artista. El santo monje, adelantándose al Miguel Angel de la Capilla Sixtina, le pintó el Juicio Final, y salió un cuadro tal, que hizo preguntar al rey, espantado:
– Pero, ¿es esto verdad?
– Oh, sí. Esto es lo que nos enseñó Jesucristo, el Dios que adoramos los cristianos.
– ¿Y también yo tendré que presentarme allí?
– También, y no te escaparás.
– ¡Basta, basta! Yo me hago cristiano, para tener a mi favor a Juez semejante.

Hoy tiene mucha importancia esta doctrina del Juicio Final de Jesucristo. La ha tenido siempre, pero hoy es más necesaria que nunca. Vivimos en un mundo de mentira. Los medios de comunicación social son capaces de trastornar todos los valores y pervertir todos nuestros criterios. Nos pueden hacer ver la mentira como si fuera la única verdad. Así como pueden presentar la verdad deformada del todo y causar con ello males incalculables.

Por otra parte, nadie conoce la trama de tantos males que padecemos, y que no está urdida por la casualidad, sino que la han tejido los hombres con toda conciencia y con toda responsabilidad. Todas estas cosas tienen que quedar al descubierto. De lo contrario, todos los inocentes estarían reclamando inútilmente justicia sin que nadie se la hiciera. El mal habría triunfado en toda la línea. Y esto es algo que Dios no puede tolerar. ¡Qué clara aparecerá entonces la culpabilidad de los responsables!

Se ha dicho acertadamente que, si Jesucristo no hubiera revelado y descrito tan claro el Juicio Final, lo habrían tenido que inventar los teólogos. Entonces, la Teología nos hubiera ayudado, ciertamente. Pero nunca nos hubiera dado la certeza y seguridad que tenemos ahora al pensar y hablar del Juicio Final.

Llegó el año 2000, y, contra todos los agoreros, no se presentó el fin del mundo. Lo que se ha presentado es una oportunidad estupenda para toda la Iglesia a fin de renovar sus energías de santificación y de apostolado. Porque queremos construir un Mundo Mejor, para que, cuando Jesucristo vuelva, lo encuentre digno de la salvación que Él trajo del Cielo a la Tierra.

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