Una belleza sin par

4. febrero 2021 | Por | Categoria: Iglesia

¿La Iglesia?… ¿Me pregunta usted qué pienso de la Iglesia?… Así, con acento de angustiado, respondía un sacerdote que antes había sido pastor anglicano. Sus inquisidores pensaban que iba a retractarse del paso que había dado. Pero les salió con todo lo contrario:
– Me da pena que ustedes piensen mal de la Iglesia Católica. Esto es lo que me pone triste. Por mí, reboso de gozo. En lugar de una penosa esclavitud espiritual como se me había profetizado, encontré en la Iglesia una Madre amorosa, que se compadeció de todas mis miserias. En lugar de corrupción, hallé insospechada santidad (Owen Francis Dudley, anglicano convertido)

Esta es nuestra reflexión de hoy: la belleza de la Iglesia, manifestada sobre todo por la multitud y variedad de sus Santos.

La belleza externa de la Iglesia la podemos comparar con la belleza de esos grandes templos que enorgullecen a nuestras ciudades, nacidos de la fe de nuestros pueblos cristianos, los cuales derrocharon imaginación, entusiasmo y dinero para levantar a Dios unos lugares de culto dignos del Dios que adoraban.

En esos templos se ha volcado el arte para producir obras inmortales, admiración de todo el mundo. Pero esto, ya se ve, es algo externo a la Iglesia, aunque ha nacido todo de la misma Iglesia en honor de Dios. Cada una de esas obras materiales encierra actos de fe y de amor sin cuento, porque todos han nacido de corazones generosos.

Jesús, muy indirectamente, pero muy sabiamente —y saliendo ya entonces al frente de los criticones de hoy—, lo proclamó en el Evangelio cuando defendió a María de Betania por el gasto inútil del perfume:    
– Dejadla en paz, porque ha hecho muy bien. Y no saquéis la excusa de los pobres, a los cuales tenéis siempre con vosotros. Con corazón generoso, hay dinero para los pobres y hay dinero para Dios…

Ya se ve, sin embargo, que no es ésta la belleza de la Iglesia que nos interesa hoy. Esta es una belleza externa, pero que nos lleva a contemplar la belleza interna y esencial de la Iglesia de Jesucristo.

La Iglesia es bella en su Jerarquía, tan simple y tan eficiente, que permanece intocable a lo largo de los siglos. Jesucristo fue un organizador genial. Los Obispos, todos iguales en poder y en dignidad, unidos en su cabeza el Papa, sucesor de Pedro y Vicario de Jesucristo, son una fuerza de gobierno como no se da otro igual en la tierra, tal como lo demuestra la experiencia de dos milenios.

El culto de la Iglesia, en torno a la Eucaristía, centro de todos los Sacramentos, con sus lecturas y predicación de la divina Palabra, con sus gestos simples, sus oraciones y sus cantos, siendo tan sencillo es a la vez tan santificador. Las almas selectas lo entienden y lo gustan, porque es siempre el mismo y siempre resulta nuevo. Todo esto se explica al tener presente a Jesucristo en medio, no ya por la fe, sino por la realidad de su Persona en el Santísimo Sacramento.
La legislación de la Iglesia es otra maravilla, por más que algunos piensan lo contrario. No hay legislación civil, por democrática que sea, que la iguale en benignidad. Sin policías que vigilen a los transgresores, la conciencia del católico es su mejor guardiana. Y nadie va a la cárcel por haberla quebrantado. Espontáneamente irá al confesor a recibir un perdón que le libra de toda pena…  

Si en alguna cosa se manifiesta la belleza de la Iglesia, hasta dejarnos pasmados, es en la multitud y calidad de sus Santos. Esto es algo tan peculiar de la Iglesia Católica, que no hay institución que se le pueda comparar. Dejando aparte a María, la Madre de la Iglesia…, y a los Apóstoles de Jesús, fundamentos de la Iglesia elegidos por el mismo Jesucristo, y contando sólo a los Santos reconocidos por la Iglesia como tales, hay una lista interminable y que cada día va en aumento. Mártires a montones.

Pastores de grandeza intelectual y moral insuperables.
Vírgenes de hermosura sin igual. Esposos y padres de familia, mujeres que parecen ángeles encarnados, obreros y profesionales, santos y santas ancianos, jóvenes y niños… con unas vidas que deslumbran por su grandeza, arrebatan por su heroísmo, y cautivan por su sencillez. Próceres como la Iglesia no los produce nadie, como que son las obras maestras del Espíritu Santo.

Al hablar así de nuestra Iglesia, ¿nos dejamos llevar de vanidad infantil o de entusiasmos infundados? ¿Nos ponemos por encima de otras instituciones o religiones que adoran también a Dios?
No, no nos envanecemos.
Al contrario, lo decimos con la humildad más grande. Porque reconocemos que esto no es obra del esfuerzo humano, sino de la gracia de Jesucristo y de la acción del Espíritu. Es Jesucristo por su Espíritu Santo quien realiza esas maravillas en la Iglesia.

Desde un principio, la Iglesia lo ha reconocido y lo ha cantado a Dios con aquellas palabras del Magníficat, puestas por el Espíritu Santo en labios de María, imagen de la Iglesia: Proclama mi alma la grandeza del Señor; se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador; porque el Poderoso ha hecho en mí cosas grandes.   Y esto, precisamente, porque ha mirado la humildad de su sierva… (Lucas 1,47-48)
El día en que la Iglesia se gloriase de sí misma, ese día dejaría Dios de obrar en ella maravillas. La gloria no es nuestra, sino toda de Dios.

Esta Iglesia aparece ya en la tierra llena de hermosura sin igual.
Pero, ¡hay que ver lo que será un día, cuando, purificada en todos sus miembros, se convierta en la Esposa glorificada de Jesucristo!
Un poco tiempo le falta todavía, pero llegará, llegará…

Deje su comentario

Nota: MinisterioPMO.org se reserva el derecho de publicación de los comentarios según su contenido y tenor. Para más información, visite: Términos de Uso