Con poquitas cosas
1. marzo 2021 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: MariaAl querer hablar hoy de la Virgen María no nos vamos a meter en grandes doctrinas. Al revés, vamos a pensar nada más que en las manifestaciones de amor a la Virgen, lo que solemos llamar obsequios a la Virgen María.
¿Cómo manifestamos todos el amor?… Lo más grande que Dios nos ha dado lo exteriorizamos siempre con unos gestos que no pueden ser más simples: una sonrisa, una caricia, un beso…, gestos muy sencillos, pero muy profundos. Otras veces son algo externo: una flor, una llamada por teléfono, una foto…, que son signos muy sencillos también, pero hacen saltar del pecho el corazón para ponerlo en manos del ser querido.
El amor está muy adentro, y siente la necesidad de escaparse afuera para proclamar que existe. Las obras del amor serán muchas veces muy grandes, muy generosas y hasta heroicas. Pero las manifestaciones del amor se quedan en lo más simple de todo. Y cuando faltan esas manifestaciones el amor se resiente, le falta algo, no nos tiene satisfechos.
Es lo que nos ocurre con la Virgen María, a la que dedicamos nuestro mensaje de hoy.
María es nuestra Madre. Y los signos de amor a la madre son de lo más espontáneo que realizamos en el hogar. La madre, por otra parte, ¡se contenta con tan poca cosa! Cualquier ocurrencia nuestra le llena el alma. Esto nos pasa también con María. Todos la llevamos en el corazón, y cada uno le demuestra que la quiere con los gestos más triviales.
El caso es hacer algo por la Virgen.
El caso es tributarle cada día un obsequio.
El caso es que vea que nos acordamos siempre de Ella.
Viene a propósito la delicada leyenda de El Jardinero, del hindú Tagore, que nos cuenta cómo un esclavo se presenta a la señora, cuando ya se ha quedado sola al anochecer. Y pregunta ella:
– Pero, di, ¿cómo vienes ahora, cuando ya se han ido todos?
– Por eso vengo ahora, porque mi hora es la última de todas. Y vengo a preguntarte qué tarea guardas para tu último esclavo.
– ¿Y qué quieres que te mande ya tan tarde?
– Pues, hazme jardinero de tu jardín. Dejaré todo lo demás. Tiraré las espadas y las lanzas, y no me iré más a países lejanos. Yo no quiero ser más que jardinero de tu jardín… Te serviré en tus días de descanso. Tendré fresca la hierba de tu sendero por donde vas cada mañana, y mis flores, ansiosas de morir bajo tus pies, te los colmarán de bendiciones. Renovaré el aceite de tu alcoba. Adornaré delicadamente tu escabel con pinturas de azafrán y de sándalo…
– ¡Basta, basta! —grita con ternura la señora—; desde hoy eres el jardinero de mi jardín…
Al escuchar esta parábola bonita, de tan delicado sabor oriental, llevamos nuestro pensamiento a la Reina del Cielo, y nos preguntamos: ¿Con qué se contentará la Virgen, entre tantas cosas como podemos hacer por Ella? Con eso del esclavo amoroso. No con empresas gigantes. La Virgen tiene bastante con las flores humildes del jardín del corazón.
Vemos cómo los grandes amantes de María inclinan la cabeza ante su imagen y cómo adornan su altar con flores cultivadas con esmero.
Los vemos cómo prenden la vela ante la Señora, mientras le dirigen una fervorosa oración.
Los vemos lucir la medalla en el pecho y llevar la estampita de la Virgen, que se gana muchos besos inocentes y puros.
Los vemos desgranar el rosario con sus dedos, y formar sin respetos humanos en una procesión, o visitar con fervor la capilla donde se venera especialmente a María.
Los vemos…, los vemos hacer tantas cosas sencillas que, por fuerza, arrebatan el Corazón de la Madre celestial.
Cada uno lo hace según sus propios gustos. Lo que a uno le dice mucho, a otro a lo mejor no le dice nada. Pero a todos nos dice muchísimo lo que nos sale con espontaneidad de nuestro corazón. Algo, sin embargo, que nunca faltará en un amante de la Virgen será la oración de cada día. El que ama a la Virgen le dirige una plegaria de los labios muchas veces durante la jornada. Y no será capaz de irse a dormir sin rezar a la Virgen esas tres Avemarías, metidas de tal modo entre las prácticas cristianas, que todos nos las hemos tomado casi como una obligación ineludible.
A aquel muchacho tan joven, que amaba con locura a la Virgen, le preguntaron sus compañeros:
– ¿Cuál crees tú que es el mejor obsequio a María?
Y respondió con frase lapidaria:
– Cualquier cosa, con tal que sea constante (San Juan Berchmans, jesuita, muerto en Roma a los 21 años. “Quidquid modicum, dummodo constans”)
Cierto. Mientras no se apague en el alma el amor a la Virgen, no hay miedo de que le falte jamás un obsequio u otro. Será sencillo, pero encerrará todo el corazón. ¿Y qué más quiere la Virgen?…