Convertirse sin trampa
2. marzo 2021 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: Nuestra FeSe le preguntó una vez a un célebre escritor inglés:
– ¿Cómo es que usted se ha convertido al Catolicismo? ¿Es que no estaba bien en la Iglesia Anglicana?
A lo que respondió con su habitual humor:
– Me he convertido para librarme de mis pecados. En mi conversión bajé por completo la cabeza y el mundo dio vuelta total en mí, colocándome derecho (Chesterton)
¿De qué hablaba el gran escritor? Su vuelta a Dios era evidente: quería vivir en la verdadera fe y la fe que había tenido hasta entonces no le satisfacía. Le faltaba algo que solamente se daba en la Iglesia Católica, como era manifestar los pecados abiertamente, aunque fuese sólo en el secreto más riguroso de la Confesión sacramental.
Quien se vuelve a Dios y a Dios manifiesta su culpa, ciertamente que le habla a Dios, pero la propia alma no queda satisfecha. Busca algo más, busca un signo, una señal para saber que su conversión a Dios es sincera y que en ella no hay trampa.
Este signo claro, manifiesto, tranquilizador, lo posee la Iglesia Católica. Quien abre su alma de par en par confesando su culpa, queda en paz por dos razones que resultan evidentes.
Primera, porque el esfuerzo que ha hecho para manifestarse, esfuerzo penoso ciertamente, le dice que sí, que su arrepentimiento es verdadero y no una farsa; ha hecho algo que le ha costado, y esto es una garantía de su sinceridad.
Segunda, ha oído del ministro del perdón unas palabras eficaces: Yo te perdono en el nombre de Dios. No en el mío propio, que soy un pecador como tú, sino en el nombre y en la persona de Aquel que dijo lo que lees en el Evangelio: “A quienes vosotros perdonéis, se les perdona” (Juan 20,23)
Entonces, la conversión de la persona queda garantizada, igual que la remisión de la culpa, por dos razones poderosas: por el testimonio de la propia conciencia ⎯pues se dice: ¡he hecho lo que he podido!⎯ y por la palabra de Dios que le asegura: Sí, yo te perdono.
Que esto lo intuyera y lo viera un hombre de la talla del famoso escritor no es extraño. Pero lo intuyó también aquel niño que estudiaba en un colegio católico. Se le acerca un día al Director:
– Padre, yo quiero confesarme y después comulgar.
– Hijo mío, tú no puedes hacerlo, porque no eres católico. Pide perdón a Dios como te enseñan en tu iglesia, que Dios te escuchará también a ti.
– No, Padre; yo no quiero como lo hacemos en mi iglesia. Yo quiero como lo hacen ustedes los católicos. Mire qué contentos están mis compañeros cuando salen de confesarse, y yo quiero estar así.
El niño se hizo católico, para poder comulgar y para sentirse feliz aunque hubiera cometido una culpa.
El esfuerzo que la Iglesia nos pide a los católicos con la Confesión es una de las providencias más grandes de Dios. Es una terapia que no enseñan las cátedras de sicología en la universidad. Ha tenido que ser un Jesucristo, el Dios que creó el corazón humano, y el Hombre Jesús que vivió todas nuestras realidades físicas y morales, para haber dejado a su Iglesia este don inapreciable salido de su propio Corazón.
Cuando iba a aparecer el gran Catecismo de la Iglesia Católica pensaron muchos que quedaría eliminada o poco menos una ley tan sabia como la de la Confesión sacramental. Sin embargo, la Iglesia vino a reforzar más que nunca algo tan divino y a la vez tan humano.
Cuanto más avanza la sicología y la siquiatría, tanto más se reconoce la sabiduría ⎯tan divina y tan humana también⎯ que encierra la Confesión, de la que nos dice el mismo Catecismo:
– “El penitente perdonado se reconcilia consigo mismo en el fondo más íntimo de su propio ser, en el que recupera la propia verdad interior; se reconcilia con los hermanos, agredidos y lastimados por él de algún modo; se reconcilia con la Iglesia; se reconcilia con toda la creación” (1469)
Si se recupera semejante paz, ¿quién puede hablar desfavorablemente de la Confesión, que es un gran don de Jesucristo?
Hoy se ha hablado a veces contra ella por pura irreflexión. Se dice que va contra la propia libertad y que rompe el diálogo directo con Dios. Cuando es precisamente todo lo contrario.
Esa manifestación de la propia conciencia es el acto más libre que existe, porque en la propia conciencia no se mete nadie sino solo Dios. Cada uno dice con toda verdad: Si abro mi conciencia es porque quiero, no me obliga nadie. Nunca soy más libre que cuando reconozco abiertamente lo que soy. Sé por experiencia lo cierto que es eso que nos dijo Jesús: que la verdad nos hace libres.
Y Dios, porque quiere manifestarse y dar su respuesta tranquilizadora, lo hace por medio de alguien a quien vemos y oímos y tenemos delante mientras nos habla como testigo autorizado por el mismo Dios.
Un hombrón, médico de profesión, que acababa de confesar su vida, decía a todos los presentes este testimonio impresionante y festivo: -Acabo de nacer. Mis doscientas libras largas esconden a un recién nacido. ¡Reboso felicidad!
Casos así nos dicen siempre lo mismo: que Dios en su bondad le ha dado a su Iglesia un poder inimaginable, experimentado de igual manera por un escritor mundialmente famoso, por un colegial o por un doctor en medicina. Todos testimonian la misma verdad: que la vuelta a Dios, llamada justamente conversión ⎯expresada y ratificada por un Sacramento⎯ es fuente de alegría, de fuerza sobrehumana, de vida celestial…