La castidad del cristiano
30. marzo 2021 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: Nuestra FeJuana de Arco es una Santa encantadora, de sólo diecinueve años. El ejército francés la tomó como guía, y fue de victoria en victoria. Cae por traición en manos del ejército inglés, la juzgan y la condenan a morir en la hoguera. Consumado el crimen, exclaman:
– ¡Estamos perdidos! ¡Hemos quemado a una santa!
¿Qué les parece a ustedes si tomamos este ejemplo como una comparación de lo que es la virtud de la castidad? Esta palabra, castidad, que se ha vuelto hoy casi mágica…
La castidad es la virtud que regula en el hombre y la mujer las fuerzas del amor y de la sexualidad, recibidas como un don de Dios. Los que saben guardarla, son como los soldados franceses acaudillados por Juana de Arco: gozan de la victoria sobre sí mismos y se salvan seguros ante Dios.
Por el contrario, los que la queman imprudentemente en la hoguera del vicio, saben lo amarga que es la derrota, en su propia conciencia y ante Dios, porque han matado a esa santa llamada la “castidad” (Juana de Arco, mensaje 544)
El Catecismo de la Iglesia Católica nos dice que “La castidad es un don de Dios, una gracia, un fruto del trabajo espiritual. El Espíritu Santo concede, al que ha sido regenerado por el agua del Bautismo, imitar la pureza de Cristo” (2345)
Nadie negará que este tema ha alcanzado hoy una importancia suma en la Iglesia dentro de la sociedad moderna.
La sociedad a nivel mundial, permisiva como no lo había sido nunca, se ha entregado a un pansexualismo desbordante, contra toda ley de Dios. Adulterio, fornicación, homosexualismo, profanación del matrimonio…, todo lo admite y lo tolera de la manera más impune.
La derrota de los que queman viva la castidad la describió patéticamente un escritor anticlerical y descreído, pero sincero esta vez: La tristeza está en el fondo del placer, como está el agua amarga en el fondo de todos los ríos (D’Anunzio)
La Iglesia, fiel al mandato de Dios en el Sinaí, refrendado después definitivamente por Jesucristo, mantiene bien en alto el ideal trazado por el Señor, y nos dice con el mismo Catecismo:
– “A los limpios de corazón se les promete que verán a Dios cara a cara y que serán semejantes a Él. La pureza de corazón es preámbulo de la visión. Ya desde ahora esta pureza nos concede ver según Dios, recibir al otro como un prójimo; nos permite considerar el cuerpo humano, el nuestro y el del prójimo, como un templo del Espíritu Santo, una manifestación de la belleza divina” (2519)
Nosotros nos atenemos a estas palabras de la Iglesia, fiel intérprete de la enseñanza de Jesucristo.
Para el cristiano que la guarda, la castidad es un gran enriquecimiento de la persona, que conserva íntegras las fuerzas sexuales, afectivas y físicas, para entregarlas en don a Dios y a quien Dios le ha señalado y reservado para la vida.
La castidad es fuente de realización personal, lo mismo para la casada que para la célibe, porque funda y establece la vida en el amor. Por el amor se da el hombre gozosamente, como Dios, sin encerrarse nunca en sí mismo. El casado se da sin reserva al cónyuge, y el célibe se da con generosidad a todos.
La castidad, en la persona casada, libera el amor del egoísmo, no lo deja estéril, lo hace fecundo, lo multiplica en otros seres, como lo hace el amor del mismo Dios, que, impulsado del amor, es el Creador de todas las cosas.
El varón valiente, saliéndose de tantas costumbres sociales que tienden a desviarlo, guarda sus imponentes energías para esa mujer adorada que le hace feliz. Un adagio persa dice muy poéticamente que a la mujer no se la ofende ni con un pétalo de rosa. El hombre cristiano, más caballerosamente aún, hace lo que le dice Jesucristo: no ofende a la mujer ni con un pensamiento (Mateo 5,28)
La mujer —¡hay que ver lo bella que es la mujer cristiana!— recoge todos sus encantos no para seducir, no para hundir, sino para embellecer la vida con su gracia, con su sonrisa, con su alegría serena y dulce…
La castidad es una honra de todo hombre y de toda mujer, cristianos o no cristianos. Pero en los que han recibido el Bautismo, la castidad es una verdadera consagración.
Ha convertido al bautizado en un templo del Espíritu Santo, y el templo dedicado a Dios es un lugar sagrado, que no se profana ni se dinamita para que vuele por los aires hecho polvo.
La consagración bautismal —sobre la belleza natural que traen al mundo el hombre y la mujer, por ser imágenes de Dios—, realza la belleza de esa imagen divina, y a una imagen así no se la estropea con un martillo o se la tumba de su pedestal.
El Bautismo ha convertido al hombre y a la mujer en miembros vivos de Cristo, miembros que han de estar siempre sanos, para no correr el peligro de gangrenarse y ser amputados…
Así ha reconocido la Iglesia, desde los primeros tiempos, a sus hijos adornados por la castidad, como lo demuestran los escritos más antiguos. Uno, escribía con vigor: ¿Qué mayor placer que el fastidio del mismo placer? Y el otro, con no menos energía: Vencer el placer es el placer máximo (Tertuliano y San Cipriano)
El amor y la energía sexual son para nosotros, personas de fe, un don de Dios, una caricia divina, una imagen y una participación del amor que Dios se tiene en el seno de su vida íntima. Por eso amamos la castidad. La tenemos por una santa, bajo cuyo liderazgo conseguimos victorias tan señaladas, la máxima de las cuales: ¡poder ver a Dios cara a cara!…