La Biblia, tesoro mío

13. abril 2021 | Por | Categoria: Nuestra Fe

Un buen amigo se atrevió a abrir aquella reunión desafiando al conferenciante, casi con mal humor:
– Padre, ¿por qué nos insiste Usted tanto en que leamos la Biblia? ¿Se figura que la tenemos arrinconada, o qué? Es como si nos repitiera continuamente que cada día hemos de desayunar, almorzar después, y finalmente cenar…
El Padre no se molestó, y contestó con mal disimulada complacencia:
– Gracias por el honor que me hace, y le felicito por el que usted se tributa a sí mismo. Para mí es algo de conciencia el insistirles en el amor a la Sagrada Escritura, y para ustedes una necesidad el leerla, aprenderla y vivirla si quieren progresar en los caminos del Señor. Siga usted desayunándose, almorzando y cenando con un parrafito al menos de la Palabra de Dios.

Todo quedó en paz, y el Padre inició aquel día su instrucción con estas palabras del Catecismo de la Iglesia Católica, tomadas de un texto conciliar:
– “Es tan grande el poder y la fuerza de la palabra de Dios, que constituye sustento y vigor de la Iglesia, firmeza de fe para sus hijos, alimento del alma, fuente límpida y perenne de vida espiritual” (131)

En el documento programático del Papa Juan Pablo II para el Tercer Milenio se nos pide con insistencia el revalorizar la lectura, el amor y la asimilación de la Sagrada Escritura en nuestras vidas con estas palabras estimulantes:
– “La primacía de la santidad y de la oración sólo se puede concebir a partir de una renovada escucha de la Palabra de Dios. Ciertamente se ha avanzado mucho en la asidua escucha y en la lectura atenta de la Sagrada Escritura. Tanto las personas individuales como las comunidades recurren en gran número a la Escritura, y entre los laicos son muchos quienes se dedican a ella con la valiosa ayuda de estudios teológicos y bíblicos”.

Está bien que el Papa reconozca nuestro interés por la Sagrada Biblia, pero somos nosotros los que respondemos a esa llamada apremiante.
Tenemos la Biblia.
Amamos la Biblia.
Leemos la Biblia.
Asimilamos la Biblia.
Pero, sobre todo, siendo lógicos y consecuentes con nuestra fe, traducimos la Biblia en todas sus enseñanzas a nuestro vivir de cada día.

Hoy no se concibe un hogar cristiano en el que la Biblia no tenga su puesto de honor. Volvemos con ello a la más sagrada tradición cristiana de los primeros siglos de la Iglesia.
En las persecuciones del Imperio fueron muchos los cristianos que dieron su sangre por no entregar los libros sagrados que eran su mayor tesoro.
Un caso insigne lo dio el mártir Félix en el norte del África. Se le invita en el tribunal:
– Entrega las Sagradas Escrituras de los cristianos para echarlas al fuego.
Félix, friamente, contesta:
– Me arrojarán al fuego a mí, pero no las Sagradas Escrituras.
Cuatro días atado inmóvil en una cárcel, sin  comer ni beber, no doblegan la voluntad del mártir, que es mandado a Italia para que medite y se retracte de su obstinación. Nuevo interrogatorio:
– ¿Tienes las Escrituras y las entregas, sí o no?
El acusado, firme en su resolución:
– Tengo las Escrituras, ¡pero yo no las entrego!
La cabeza del mártir rodó por tierra, pero el tribunal no logró hacerse con el tesoro de los cristianos.

Está muy bien este amor a la Sagrada Biblia, pero el cristiano sabe que no se puede contentar con su lectura, por mucha piedad con que la haga. La Sagrada Escritura es norma de vida, y esto exige que la lectura de la Palabra de Dios se convierta en conducta recta ante el Señor y ante los hermanos. El apóstol Santiago nos lo tiene dicho con unas palabras que son clásicas y las repetimos tanto:
“Poned en práctica la palabra y no os contentéis con oírla, engañándose a sí mismos. Pues el que la oye y no la cumple se parece al hombre que contempla su rostro en un espejo, y después de mirarse, se marcha olvidándose de cómo era” (Santiago 1,22-24)

La Biblia, así asimilada y así vivida, no es libro muerto ni de simple ilustración religiosa, sino que consigue el fin para el que Dios la inspiró. San Agustín nos lo dijo con su genialidad de siempre: “En el Evangelio no leemos que el Señor dijera: Os envío el Espíritu Santo para que os enseñe el curso del sol y de la luna. Lo que el Señor quiere es hacernos cristianos y no matemáticos”.

San Ignacio de Loyola, hablando de San Juan de Ávila, decía que, si se perdiera el Evangelio escrito, bastaría con mirar la vida de Juan para recomponer todo el Evangelio. Elogio supremo, ciertamente.
Pero, ¿dónde estaba el secreto? Muy sencillo. Juan de Ávila, de tanto leer la Biblia se la sabía de memoria, y le bastaba escuchar cualquier texto para que citara libro, capítulo, versículo y página en que estaba. Sobre todo, asimilaba apasionadamente la doctrina de Jesucristo en el Evangelio, con el cual conformaba enteramente todos los actos de su vivir.

No pasamos un día sin dar a nuestro ser físico el alimento que lo nutre, lo vigoriza y lo mantiene vivo. ¿Por qué nuestro espíritu tiene que ser menos? Y si Dios le ha dado con su Palabra un manjar tan rico, ¿por qué no lo vamos a comer con apetito creciente, siempre con más ganas?…

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