Unos muertos que viven

20. abril 2021 | Por | Categoria: Nuestra Fe

Una pregunta casi exabrupta: ¿Puede acabar nuestra vida en el absurdo de la muerte, de un sepulcro, de la corrupción?… ¿Podía acabar así la vida de Jesucristo, el cual murió realmente?… La vida de Jesucristo no podía acabar así, porque era Dios y, como dijo San Pedro el mismo día de Pentecostés, “era imposible que la muerte lo retuviera en su poder” (Hechos 2,24)

¿Y la vida nuestra? La vida nuestra, teóricamente sí: podía y debería haber acabado en una catástrofe; porque habíamos pecado todos, y todos éramos acreedores de la sentencia a Adán: “morirás irremisiblemente, y volverás al polvo del que fuiste formado”.
Pero de realizarse la condena de manera universal, hubiera significado un fracaso para Dios y una victoria total de Satanás. ¿Iba Dios a permitirlo?… ¿Seríamos para siempre unos derrotados, nosotros lo mismo que Dios?… No podía ser así. Y Dios tenía planeada la victoria, la de Jesucristo y la nuestra.

A Jesucristo lo llamó del sepulcro: ¡Ven, Hijo mío! Porque has sabido morir por tus hermanos los hombres y me has dado con tu sacrificio toda gloria y honor, ven aquí a lo más encumbrado del Cielo, que te pertenece a ti del todo.
Y a nosotros, mirando con imperio los sepulcros, nos dirá un día lo mismo: ¡Venid aquí, los redimidos por Jesucristo mi Hijo, y porque sois sus hermanos, subid aquí a la gloria en la que Jesucristo reina inmortal!

Entre estos dos extremos ⎯la resurrección de Jesucristo y la nuestra⎯ está la etapa intermedia de nuestra vida en la tierra, en la que vivimos como hijos de Dios, muertos al pecado y resucitados por la gracia a la misma vida de Dios. Esto es lo que nos dice un bello párrafo del Catecismo de la Iglesia Católica: “Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron… Cristo resucitado vive en el corazón de sus fieles… Su vida es arrastrada por Cristo al seno de la vida divina, para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos” (655)

En esta fe ha vivido la Iglesia desde el principio hasta hoy, y así lo confesaron incontables mártires. Como aquel que oyó impertérrito la sentencia del tribunal: -Para escarmiento de todos, para reconciliarnos con los dioses a quienes te niegas a sacrificar, tú, Pionio, eres condenado a morir quemado vivo en la hoguera.
El mártir extiende las manos para que las claven en la cruz mientras se prepara la leña. El pueblo le pide a gritos que sacrifique a los dioses y se libre de la muerte. Pero él, valiente y con enorme fe: -Siento todo el dolor de las llagas que abren los clavos. Pero sé que después de la muerte hay una resurrección. ¡Señor, recibe mi espíritu! (S. Pionio, Esmirna, 250)

Las palabras que nos ha dicho el gran Catecismo despliegan ante nuestros ojos un espléndido programa de gratitud, de generosidad y de esperanza, la cual nos hace vivir en una alegría incesante.
De gratitud a Jesucristo, primeramente, porque su amor inmenso, su generosidad sin límites y su entrega total al sacrificio, fueron la causa de nuestra redención.
En aquella tarde del viernes, Satanás se reía a carcajada limpia porque había triunfado de quien, cargado de humildad, le había declarado guerra total.
Pero en la mañana del domingo, al ver por tierra la losa y vacío el sepulcro, se dio cuenta de que su derrota empezaba a ser absoluta e irremediable. Jesucristo reía el último, y reía de veras… El Apocalipsis nos expresa el gozo de Jesucristo con estas palabras que pone en boca del mismo Jesús: “¡Estuve muerto, pero ahora estoy vivo por todos los siglos, y tengo en mi mano las llaves de la muerte y del abismo!” (Apocalipsis 1,18)

Paralela a la generosidad de Jesucristo, que se entregó tan valientemente a la cruz para salvarnos, está ahora la generosidad nuestra para morir a todo lo que signifique culpa y para vivir la vida del Resucitado en nosotros, como nos dicta San Pablo: “Cristo murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí mismos, sino para aquel que por ellos murió y resucitó” (2Corintios 5,15)

Una chica joven, tan bella de cuerpo como preciosa de alma, hizo los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola, y no quiso pasar de la segunda meditación. No hubo manera de detenerla.
– ¿Por qué te marchas, si te faltan cuatro días?
Y dio como razón única:
– Porque tengo bastante con las tres preguntas de esta meditación tan comprometedora y que yo me llevo clavadas como tres puñales: ‘¿Qué hecho por Cristo? ¿Qué estoy haciendo ahora por Cristo? ¿Qué voy a hacer por Cristo?’… Me sobra todo lo demás que me quieran enseñar.

Esta actitud cristiana se traduce en esperanza gozosa. ¿Por qué el cristiano rebosa siempre alegría, por más dificultades que le presente la vida? Porque su felicidad se basa en la seguridad de la resurrección que le promete Jesucristo.   
¡Moriremos!… Y bien: ¿qué nos importa esa derrota temporal, si estamos saboreando ya la victoria con Cristo? Si estamos seguros de que resucitó Jesucristo, ¿no estamos igualmente seguros de que vamos a resucitar con Él? Con una esperanza tan firme, ¿quién puede rendirse a la tristeza?…

En la Rusia antigua ⎯y lo mismo debe pasar en la Rusia actual, salida de las ruinas dejadas por el comunismo ateo⎯ era un saludo normal entre los creyentes el decirse: ¡Cristo ha resucitado!
No podían expresar mejor lo que es la vida cristiana: un llevar la cruz, mirando al sepulcro vacío, y tendiendo la vista lejos, lejos…, a aquel último día que nos espera, triunfal, inimaginable…

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