¿Nos preocupan los obreros?

20. mayo 2021 | Por | Categoria: Iglesia

¿Hablamos hoy de los obreros, como de una preocupación grande de la Iglesia? Con sólo decir “los obreros”, ya se ponen nuestros oídos en tensión. Porque nos metemos en el que ha sido y es uno de los signos de nuestro tiempo. Y no “uno” de los signos, sino el signo por antonomasia del mundo moderno.

La llamada “cuestión social” se ha centrado, a lo largo de siglo y medio, en la condición del trabajador asalariado. Hemos sufrido una verdadera “revolución” en el modo de pensar y de conducir la vida, revolución hecha por los hombres, pero que ha aprovechado Dios, como siempre, para meter en ella “su historia de salvación”, y sacar de ella grandes bienes, aunque haya sido en medio de tantos males.

La Iglesia, escrutadora avispada de esos signos de los tiempos, dejó constancia de su presencia y de su acción en medio de los conflictos, para alzar la voz contra la injusticia; para detener las revueltas sangrientas; para dar la razón a todas las ideologías y a todos los partidos en lo que cada uno la tenía; para orientar las conciencias según la doctrina del Evangelio y el querer de Dios.

Al concretarnos a nuestra América Latina, nuestros Obispos reunidos en Puebla nos dicen que entre nosotros se ven “rostros de obreros frecuentemente mal retribuidos y con dificultades para organizarse y defender sus derechos” (Puebla 36). Como Puebla se celebró mucho antes de que cayera el Muro de Berlín, teníamos motivos más que suficientes para temer al comunismo, que tan fuertemente actuaba entre nosotros; igual que teníamos miedo a un capitalismo que defendía sin piedad sus posiciones.

La revolución estaba en medio, y la Iglesia de Latinoamérica debía pronunciarse. Y se pronunció con estas palabras del Papa Pablo VI, precisamente en Bogotá: “Debemos decir y reafirmar que la violencia no es ni cristiana ni evangélica, y que los cambios bruscos y violentos de las estructuras serán engañosos, ineficaces en sí mismos, y ciertamente no conformes a la dignidad de los pueblos” (Puebla 534)

Tenemos, pues, a la Iglesia, enemiga de la revolución, tanto de la promovida por el socialismo marxista como por el capitalismo.
¿Había, entonces, que cruzarse de brazos y no hacer nada, dejando las cosas como estaban? Jamás la Iglesia dijo ni dirá algo semejante. Al revés, nos dirá que hay que trabajar denodadamente por alcanzar la justicia en que se basa el bienestar del individuo y de la familia:
     “Nuestra responsabilidad de cristianos es promover de todas maneras los medios no violentos para restablecer la justicia en las relaciones sociopolíticas y económicas” (Puebla 533)
      Para ello, se apoya en el Concilio:
“No podemos dejar de alabar a aquellos que, renunciando a la no violencia en la exigencia de sus derechos, recurren a los medios de defensa que, por otra parte, están al alcance incluso de los más débiles, con tal que esto sea posible sin lesión de los derechos y obligaciones de otros y de la sociedad”.
     Y lo refuerza todo con otras palabras del Papa Pablo VI: “La Iglesia es consciente de que las mejores estructuras y los sistemas más idealizados se convierten pronto en inhumanos si las inclinaciones del hombre no son saneadas. Si no hay conversión del corazón y de mente por parte de quienes viven en esas estructuras y las rigen” (GS 78. Puebla 533-534. EN 36)

El pensamiento de la Iglesia es, por lo tanto, bien claro, y se puede resumir en unos puntos nada más, breves pero que lo compendian todo:
– El obrero, el trabajador, tiene sus derechos a los que no puede ni debe renunciar.
– Son dignos de toda alabanza los que asumen la responsabilidad de trabajar por la justicia.
– Al querer imponer la justicia, no se puede recurrir a la violencia de las armas, que no es ni humana ni evangélica, y que no consigue más justicia sino una mayor violencia.
– Lo importante e imprescindible es recurrir a la conversión. ¿Hay amor? Se solucionará todo. Sin amor, no habrá nada que hacer. Dios será al fin el Juez de todos, ante el cual habrá que rendir cuentas. Y el Papa lo dice, expresamente, de los que rigen esas estructuras causantes del mal.

Hablar así hace nada más que unos años, nos podría haber costado caro: por parte de la guerrilla comunista, que hacía caso a los unos, como por parte de los gobiernos, que hacían caso a los otros. Hoy, gracias a Dios, hemos adquirido la serenidad suficiente para situar el problema en el centro debido.
El trabajador merece todo respeto, y es digno y puede y debe exigir el sueldo debido, justo y generoso, con el que poder satisfacer todas las necesidades propias y de los suyos.

Todos los dirigentes de la sociedad civil saben que tienen el deber, del que responderán ante Dios, de promover la justicia para alcanzar el bienestar de todos los ciudadanos.
Y todos nosotros —los hijos de la Iglesia de modo especial, por obligación de nuestra fe—, estamos llamados a colaborar con las autoridades en la promoción de la justicia, en la adecuada renovación de las estructuras, y en la vindicación de los derechos de la clase trabajadora.

Volviendo al revés las palabras de Puebla: Queremos acabar con esos rostros doloridos de muchos obreros, a fin de que resplandezca en ellos la alegría de Aquel trabajador del taller y los campos de Nazaret, que decía con orgullo (J.5,17): “Mi Padre no cesa nunca de trabajar; por eso trabajo yo también en todo tiempo”. Y Jesús trabajaba, ¡claro está!, con un rostro que derrochaba felicidad…

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