Una Iglesia que no cae
6. mayo 2021 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: IglesiaLas grandes persecuciones contra la Iglesia, a partir de la Revolución francesa, llegaron a un momento muy grave cuando Napoleón propuso sus planes con palabras dulces e hipócritas al Papa Pío VII, el cual, conocida la malicia del Emperador, le contestó con una sola palabra llena de dignidad e ironía:
– ¡Comediante!…
– ¿Yo, comediante?, responde furioso Napoleón. ¡Ahora se acabaron todas las contemplaciones!
Toma de la mesa escritorio un bello mosaico que representaba la Basílica de San Pedro en el Vaticano, lo tira al suelo con furor, y, hecho añicos, lo señala burlón al Papa:
– ¡Mira, viejo; así voy yo a quebrantar tu reino!
El Papa se levanta con la misma solemnidad con que había entrado, y abandona la sala pronunciando sólo esta otra palabra, que se inventaba él en aquel momento:
– ¡Tragediante!
Y así fue, porque la gloria de Napoleón acabó en una tragedia, cuando en aquella misma sala en que humilló al Papa hubo de firmar el decreto de su propia destitución. Napoleón moría desterrado y humillado en la isla de Santa Elena, mientras que el Papa, aquel “viejo”, le sobrevivía por varios años.
Arrancamos de esta anécdota para ver confirmada una vez más nuestra fe y nuestra convicción en la palabra de Jesús: “Sobre esta piedra edificaré yo mi Iglesia, y todas las fuerzas del infierno no podrán contra ella” (Mateo 16,18)
Santa Catalina de Siena, aquella muchacha que arrastraba a las gentes más que cualquier predicador, por famoso que fuera, decía sobre la Iglesia, de la cual llegaría a ser Doctora:
– Yo vi cómo la Iglesia comunicaba vida y luz, porque había en ella tal plenitud de vida que nadie puede sofocarla; y que comunicaba fuerza y luz de modo que nadie puede debilitarla o sumirla en tinieblas. Yo he visto cómo sus dones no se agotan nunca, sino que se aumentan continuamente.
Y estas palabras tan optimistas las escribía Catalina, tan iluminada por Dios, cuando la Iglesia atravesaba una de las épocas más difíciles en que se ha encontrado, por fallos humanos internos y por escándalos dentro de la misma Iglesia.
Con palabras semejantes nos recuerda lo que dijo, mucho antes que Catalina, el gran Doctor San Ambrosio, que, comparando a la Iglesia con la luna, escribía:
– La Iglesia tiene sus fases de paz. Puede parecer que mengua, como la luna, pero en realidad no mengua nada.
Muy bien dicho todo esto, lo de Catalina y lo de Ambrosio, que vienen a ser testimonios muy oportunos para nosotros, cuando los medios de comunicación nos traen tantas veces noticias —verdaderas unas, mentiras grandes las otras— con las cuales nuestra fe y confianza en la Iglesia podrían verse amenazadas.
Contra todo lo que nos digan los de fuera, y contra el eco que pudieran encontrar en hermanos nuestros desaprensivos, nosotros miramos cada vez con más amor, con más cariño, con más gozo, con más satisfacción a nuestra Iglesia, la cual no puede morir porque está llena de vitalidad.
A la Iglesia le puede pasar, y le pasa, lo que a un cuerpo sano y lleno de energías. Puede venirle un resfriado, una jaqueca, una pulmonía, una enfermedad más o menos grave, pero supera todos esos baches de la salud porque tiene el organismo lleno de reservas y de anticuerpos que le permiten mantenerse siempre rebosante de vida.
Miramos a nuestros Pastores, el Papa, los Obispos y tantos Sacerdotes, y no podemos menos de exclamar admirados: ¡Qué hombres! ¡Qué autoridad moral la suya, qué valentía, qué entrega!…
Miramos los Santos y Santas, entre ellos Mártires de valentía legendaria. Cada vez son más los venerados en los altares, y, como ellos, millones más cuyos heroísmos conoceremos solamente en el Cielo.
Miramos la piedad que hay en la Iglesia, cómo se reza y se canta, cómo se acercan filas interminables a los Sacramentos, fuentes de la Vida, para llenarse todos de Dios.
Miramos tantas almas consagradas, tantas obras de caridad y de apostolado, tanto bien esparcido en el mundo sólo por amor a Jesucristo y para llevar adelante la obra del Reino.
Todo eso es lo que Catalina contempló y nos acaba de contar. Es lo que la Iglesia hacía entonces, lo hace ahora y lo seguirá haciendo siempre. Eso es lo que le viene de Dios. Eso es lo que vale.
Nos gustaría que la Iglesia apareciera siempre como luna llena, pero algunas sombras menguantes no le quitan nada de su ser tan rico.
Los grandes Santos y Doctores de la Iglesia, aunque hablen siempre con la humildad exigida por el Evangelio, no por eso dejan de hablar firme para infundirnos gran amor y confianza en la Iglesia, ayudándonos así a perseverar en nuestra fidelidad a la Iglesia santa, a pesar de las tentaciones a las que nos pudiéramos ver expuestos por los fallos de muchos que nos rodean. Oigamos solamente a San Agustín:
– La Iglesia sólo se tambalearía si se tambalease su fundamento. Pero, ¿cómo va a tambalearse Cristo, que todo lo contiene en su majestad? ¿Dónde están los que dicen que la Iglesia va a desaparecer de este mundo, cuando ni siquiera es posible que se incline?
¡Bonita expresión! La Iglesia no será nunca una torre de Pisa, que está realmente inclinada. La Iglesia se inclina sólo en apariencia. Sus hijos que estamos dentro podemos quedar tranquilos, pues dentro de sus fuertes está muy segura nuestra salvación…